sábado, 15 de octubre de 2016

El suicidio del escorpión

El miércoles 23 de abril de 1969, el general Charles de Gaulle, presidente de la República francesa, reunió por última vez a su Consejo de Ministros. Al término de la sesión, como era su costumbre, se despidió de los presentes con un “Hasta el próximo miércoles”. Los rostros de los ministros recibieron sus palabras con incredulidad y preocupación. Nada era más incierto. Cuatro días más tarde, un referéndum convocado para aprobar la instauración de las regiones y la reforma del Senado, al que De Gaulle había apostado su continuidad en el Elíseo, podía dar al traste con todo. El propio general, tras unos instantes de duda, agregó: “En fin, eso creo, eso espero; si no, habrá pasado una página de la Historia”. Y eso fue exactamente lo que pasó el domingo 29 de abril.

Una mayoría neta –aunque no aplastante– de franceses (el 52%) votó no, y pocas horas después, pasados apenas unos minutos de medianoche, el presidente francés, el líder de la resistencia contra los alemanes, el liberador, el fundador de la V República, comunicó su renuncia irrevocable. Ni siquiera el primer ministro británico, David Cameron, gravemente desautorizado por sus conciudadanos en el referéndum del Brexit, el pasado 23 de junio, fue tan rápido en dimitir.

El referéndum de De Gaulle de 1969  es prototípico. Muchos otras consultas posteriores han tenido similar génesis, desarrollo y desenlace (incluso aunque al final no haya mediado dimisión alguna). El asunto que se ventilaba, en este caso, no era fundamental. Pero aunque lo hubiera sido. Pronto se vio que lo que se preguntaba no era lo esencial, sino que lo que se jugaba en realidad era la aprobación o rechazo al jefe del Estado y a su política. El propio De Gaulle, que había sido fuertemente contestado en la crisis de Mayo del 68, fue el primero en quererlo así. Ansiaba el aval de la nación. Y así le fue. Los franceses no votaron contra la regionalización del país. Votaron contra De Gaulle. “Referéndum es un consulta en que se hace una pregunta a los ciudadanos y estos responden lo que les da la gana”, dice acertadamente una sarcástica definición  en boga estos días...

En un reciente artículo publicado en Foreign Policy, el politólogo Matt Qvortrup, profesor de la Universidad de Coventry, constataba que el referéndum es un instrumento preferentemente utilizado por los políticos en tiempos de inestabilidad en busca de respaldo social, que indefectiblemente acaba poniendo en la balanza la confianza o desconfianza hacia el poder establecido y, en consecuencia, resulta incontrolable. Pero que sea incontrolable, subrayaba, no quiere decir que su resultado no pueda ser predecible. “Si algo sabemos de los referéndums –concluía– es que los gobiernos que llevan largo tiempo en el poder tienden a perderlos más frecuentemente: de media pierden un 1,5% de apoyos por año de gobierno”. Si hubieran tenido presente este cálculo acaso ni el británico David Cameron ni el colombiano Juan Manuel Santos –que perdió el referéndum del pasado 2 de octubre para ratificar los acuerdos de paz con las FARC– se hubieran aventurado por este camino. No son las únicas consultas fallidas realizadas este año: en abril, los holandeses tumbaron en referéndum el acuerdo de asociación de la Unión Europea con Ucrania, y en octubre –mediante una abstención masiva– los húngaros infligieron un serio correctivo al primer ministro Vitkor Orbán... El premier  Matteo Renzi, que someterá el 4 de diciembre al plebiscito de los italianos su reforma electoral y del Senado, puede empezar a prepararse, porque los sondeos le vaticinan un fracaso similar al del resto de sus homólogos... “La paradoja es que cuantos más gobiernos pierden sus referéndums, más  parecen dispuestos a convocarlos”, se exclamaba Rosa Balfour, de la Fundación Marshall, en un intercambio con Judy Dempsey, del think tank Carnegie Europe. Es como el suicidio del escorpión. No lo pueden evitar.

Imbuido de esta fiebre del referéndum, como la calificó recientemente con sarcasmo la agencia oficial china de noticias Xinhua, el expresidente francés Nicolas Sarkozy –candidato a la reelección en el 2017– ha hecho bandera electoral de  las consultas populares y, presentándose como heredero de De Gaulle, promete convocar al menos dos: para recortar derechos a los inmigrantes y para reforzar el control de  los sospechosos de terrorismo. Populismo más descarado, imposible.

Quienes invocan  el referéndum como la quintaesencia de la democracia y hacen ostentación de su voluntad de dar voz al pueblo  son frecuentemente los primeros en desconfiar  de la opinión de ese pueblo y en estar dispuestos a corregir el tiro si el resultado no es el esperado.

En el 2005, los franceses tumbaron el proyecto de Constitución Europea. Pero en el 2007, buena parte de lo previsto en el proyecto fue incorporado al Tratado de Lisboa sin pasar de nuevo por las urnas (siendo presidente un tal Sarkozy, por cierto). A los holandeses, que les secundaron, les sucedió algo similar. En julio del 2015, el primer ministro griego, Alexis Tsipras, logró que sus conciudadanos rechazaran en referéndum las condiciones de la UE para el rescate financiero de su país, para acto seguido acatar todas y cada una de ellas (bajo amenaza de expulsión). El referéndum convocado por el jefe de gobierno húngaro, Viktor Orbán, para bloquear las cuotas europeas de refugiados en su país resultó inválido por falta de quórum, lo cual no le ha impedido empezar a tramitar una reforma constitucional en este sentido. Juan Manuel Santos, ahora con el concurso del líder opositor Álvaro Uribe –adalid del no–, intenta salvar el proceso de paz en Colombia pese al rechazo de los colombianos. Y ya veremos qué acaba pasando con el Brexit...

No es no... pero más o menos, a veces. Sí es sí... pero depende, no siempre.

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