sábado, 24 de diciembre de 2016

Posmentiras

En 1798, los revolucionarios franceses del Directorio decidieron enviar una expedición militar a Oriente Medio para cortar las rutas comerciales de Inglaterra, una de las potencias europeas que habían declarado la guerra a la Revolución. La campaña fue encargada a un jovencísimo general, Napoleón Bonaparte, de tan sólo 24 años, quien pese a su bisoñez había demostrado ya sus excepcionales dotes de estratega en la campaña de Italia contra los austríacos. La incursión napoleónica en Egipto y en Siria acabó tres años después en un clamoroso desastre. Pero para entonces, el petit caporal se había hecho ya con el poder y gobernaba sin cortapisas como Primer Cónsul.

La opinión pública francesa, que seguía la actualidad a través de periódicos y panfletos con un considerable retraso, tuvo una percepción más que parcial de aquellos acontecimientos. El joven Bonaparte, lejos aún del emperador que se acabaría enseñoreando de Europa, ya prestaba una enorme atención a su imagen. Sus victorias en las batallas de las Pirámides y de Aboukir fueron ampliamente publicitadas por sus partidarios, mientras se ocultó cuidadosamente el fracaso del asedio a San Juan de Acre y la  masacre de prisioneros en Jaffa.  Bonaparte se apresuró también a zarpar de Egipto antes de la derrota final, para no ser asociado a ella, no sin publicitar las palabras que le dedicó su fiel  Kléber: “General, vos sois  grande como el mundo, pero el mundo no es lo bastante grande para vos”.

Amplificando sus victorias, tapando  los méritos de sus compañeros de armas, ocultando sus fracasos... así se labró  su fama Napoleón, que se convertiría en el primer mandatario europeo –los reyes absolutistas no estaban para eso– en preocuparse de lo que pensaba la opinión pública y en practicar una política activa de comunicación. Cada día devoraba los principales periódicos del continente, sobre todo extranjeros. “Sólo prestaba atención a los periódicos alemanes e ingleses”, rememoraría su secretario, Bourrienne: “Pase, pase’, me decía en la lectura de los periódicos franceses, ‘ya sé lo que hay, sólo dicen lo que yo quiero”. Napoleón controlaba la opinión, no sólo a través de la censura de prensa, sino también de una activa propaganda –y una calculada desinformación– a través de medios afines como el Moniteur Universel.

“Sólo se puede gobernar a los hombres a través de la imaginación”, decía Napoleón mucho antes de que el genio de la propaganda nazi, Joseph Goebbels, aprovechara los nuevos medios a su alcance, como la radio y el cine, para profundizar en este camino y formatear la opinión del pueblo alemán al servicio del plan exterminador de Hitler. Y sentara, de paso, las bases de la propaganda moderna.

Goebbels demostró una abyecta maestría en difundir toda suerte de falsedades e infamias sobre los judíos, con el fin de excitar el antisemitismo de la población y preparar el terreno para que las medidas antijudías fueran aceptadas, cuando no aplaudidas. Para el ministro de Propaganda del III Reich, la verdad no importaba, lo único que contaba era la eficacia: “Más vale una mentira que no pueda ser desmentida que una verdad inverosímil”, afirmó una vez. Podría decirse hoy...

No hay mucha diferencia entre lo que hacía Goebbels y lo que ha sucedido en la reciente campaña electoral norteamericana, en la que los partidarios e incluso más cercanos colaboradores de Donald Trump han inundado las redes sociales de falsas verdades y groseras mentiras, ayudados al parecer por todo un ejército de hackers manejados desde el Kremlin, para denigrar a Hillary Clinton. El caso más escandaloso, puesto que pudo acabar en tragedia por obra de un lunático armado, fue el bulo según el cual en una popular pizzería de Washington, propiedad de un donante demócrata, los Clinton tenían montado un negocio de pederastia, increíble camelo avalado por Michael Flynn Jr., miembro del equipo de Trump e hijo del futuro consejero de Seguridad Nacional. Pero no fue ni mucho menos el único.

Lo sucedido en las elecciones de Estados Unidos –haya o no intervenido, al final, una potencia exterior–  ha puesto crudamente de relieve la infección que está gangrenando desde hace tiempo las redes sociales, vehículo de una miríada de patrañas, falsificaciones y embustes que se difunden –y eso es lo único genuinamente nuevo en este asunto– a una velocidad antes inimaginable  y a todos los rincones del mundo. La credulidad de la gente, eso es todo menos nuevo, ha existido siempre.  Otra cosa es que  la nueva forma de consumir información –o presunta información–  agrave el proceso, al  fiarse  a unos pocos canales –Facebook o Twitter– por los que a final sólo acaban circulando los mismos temas emitidos por las mismas fuentes, en una especie de círculo vicioso cerrado.

No deja de ser curioso, e irónico, que una legión de   presuntos espíritus independientes y avisados abominen de los medios de comunicación tradicionales y se entreguen ciegamente a la dictadura de los algoritmos diseñados en Silicon Valley y den pábulo con desarmante ingenuidad a cualquier fuente anónima a poco que afiance sus creencias o prejuicios.

La amplitud del fenómeno ha empujado a algunas mentes preclaras a acuñar nuevos términos, como posverdad, la palabra del año, una originalidad atribuida al sociólogo norteamericano Ralph Keyes –que tituló así un libro suyo en el 2004– y adoptada por el Diccionario de Oxford para describir una nueva (¿nueva?) era en la que  la verdad es menos importante que las emociones y las propias creencias. Hay que admitir que lo de la posverdad es todo un hallazgo de enmascaramiento –¡al nivel del concepto de “crecimiento negativo” de los economistas!– para definir lo que no es sino el imperio de la mentira.

 

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