Wolfgang Schäuble podría haber sido canciller de Alemania si
un escándalo de financiación irregular de la CDU no le hubiera forzado a
dimitir en el año 2000 como jefe de filas del partido democristiano.
Superviviente de un atentado que a punto estuvo de costarle la vida –un
enajenado le disparó tres tiros el 12 de octubre de 1990 durante un mitin en
Oppenau, postrándole para siempre en una silla de ruedas–, el hoy todopoderoso
ministro de Finanzas alemán era entonces el titular de la cartera de Interior
y, en tanto que delfín de Helmut Kohl, parecía destinado a la Cancillería. No
pudo ser y su lugar lo ocupó una mujer venida del Este, Angela Merkel, de un
europeísmo tibio.
Nunca sabremos qué habría hecho Schäuble desde la
Kanzleramt. Pero sí sabemos que, además de un intransigente guardián de la
ortodoxia presupuestaria germana, es probablemente uno de los políticos
alemanes más convencidamente europeístas. Hace cinco años, en mayo del 2012 –a
la vez que François Hollande llegaba al Elíseo–, Schäuble recibía el Premio
Carlomagno. En su discurso de aceptación, el ministro alemán defendió
ardorosamente el reforzamiento de la integración europea y puso sobre la mesa –de nuevo– una de las ideas a las que tiene
más apego: la elección directa, por sufragio universal de todos los ciudadanos
europeos, del presidente de la Comisión Europea (el puesto que actualmente
ocupa Jean-Claude Juncker). Según este planteamiento, que daría una legitimidad
democrática inédita al Gobierno de la UE, el Consejo Europeo integrado por los
jefes de Estado y de Gobierno –que actualmente es el puente de mando de la
Unión–, quedaría reducido al papel de un Senado consultivo... La idea es
revolucionaria y si por azar alguna vez se llevara a cabo, la fuerza política
del presidente europeo sería entonces inconmensurable.
En ese mismo discurso, Schäuble defendió la revisión de los
tratados europeos para dar un nuevo impulso a la Unión, y además le puso fecha:
“Debería empezar a más tardar dentro de cinco años”. Pues bien, ahí estamos
precisamente. ¿Y qué dice hoy Schäuble? Justamente lo contrario... “Revisar el
Tratado de Lisboa en estos momento es irrealista”, dijo el martes pasado en la
clausura del European Bussines Summit en Bruselas. Sus palabras fueron
interpretadas, lógicamente, como un jarro de agua fría sobre las expectativas
que había levantado el encuentro entre Angela Merkel y el nuevo presidente
francés, Emmanuel Macron, en Berlín el pasado día 15, en el cual la canciller
se dijo por primera vez abierta a revisar los tratados... Probablemente
Schäuble no estaba corrigiendo a Merkel sino acotando lo que el Gobierno alemán
está hoy dispuesto a aceptar.
Europeísta de corazón, pero de cerebro germano, Schäuble
echó el freno y se pronunció por avanzar paso a paso, por etapas, a partir de
acuerdos concretos. ¿Pragmatismo o renuncia? La necesidad de avanzar paso a
paso ya la expuso Robert Schumann en su célebre declaración del 9 de mayo de
1950, texto fundacional de la Europa unida. ¡Pero en aquel momento todavía
humeaban las ruinas de la Segunda Guerra Mundial! Setenta y dos años después
del fin del conflicto, el exceso de prudencia es lo que está matando a la UE,
incapaz de ofrecer un sueño alternativo a las pesadillas que dibujan los
populistas antieuropeos, así de extrema derecha como de extrema izquierda. Paso
a paso era también la receta del europeísta
François Hollande –presunto hijo político de Jacques Delors–, lastrado
por el inmovilismo desde el infausto referéndum del 2005 y cuya mayor
aportación a la causa fue salvar a Grecia de ser expulsada de la zona euro
(como quería Schäuble). Hollande ha sido en este sentido, y por utilizar las
palabras de Yves Bertoncini, director del Instituto Jacques Delors, en Le Monde,
un “bombero meritorio” pero, en cambio, un “arquitecto deficiente”.
La inesperada llegada
de Emmanuel Macron al Elíseo a los sones del Himno a la Alegría y bajo ondear
de banderas europeas puede cambiar el escenario. Siempre –claro está– que sea fiel a sus
convicciones. Macron, que a diferencia de Hollande no parece tener miedo a
enfrentarse a un nuevo referéndum europeo en Francia, defiende la reforma de
los tratados con el fin de acometer una “refundación” de Europa. Entre sus
propuestas figura particularmente la de
reforzar la zona euro como núcleo duro de la Unión, lo cual pasaría por
establecer un presupuesto propio, con un Ejecutivo y un Parlamento propios, y
con el objetivo de llevar a cabo una auténtica convergencia fiscal y
social. Una política económica común
no únicamente marcada por el respeto a las estrictas reglas presupuestarias
prusianas, sino también con transferencias internas entre los países miembros,
como sucedería en un Estado federal.
¿Pero está Alemania realmente por la labor? Hasta ahora
Berlín ha dado más bien señales de egoísmo, desoyendo todas las advertencias
europeas e internacionales de que su desequilibrado superávit comercial
–261.000 millones de euros, el 8,2% del PIB, debido a su éxito exportador pero
también a su racanería a la hora de gastar– perjudica directamente a sus socios
europeos. Y de prepotencia, dictando a los demás las normas a su conveniencia.
Un talante que en un artículo publicado
en Foreign Policy el escritor y analista Paul Hockenos resumía en la palabra
germana Besserwiserei, la “actitud del sabelotodo”, y en el cual advertía
contra el riesgo de “egotismo político” de Berlín.
¿Podrá Macron vencer la inercia actual? Ambición no le
falta. Como él mismo ha dicho: “No podemos ser tímidamente europeístas; si no,
ya hemos perdido”.
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