lunes, 12 de junio de 2017

Los (oscuros) amigos del desierto

Donald Trump aterrizó en Riad el 20 de mayo pasado sin saber nada, o casi nada, del complejo y gaseoso tablero geopolítico de Oriente Medio. ¿Por qué debería conocerlo? Nunca ha perdido más de un minuto en leer nada al respecto ni respecto a casi nada (todos los que le conocen dicen que le aburre mortalmente estudiarse los dossiers). Trump sabe cómo y con quién hacer negocios y poco más. En realidad, si hubiera echado un vistazo al briefing que sin duda le preparó su equipo de la Casa Blanca, tampoco hubiera servido de mucho más. Como dice el avezado Tomás Alcoverro: “Si usted cree que entiende Oriente Medio, es que se lo han explicado mal”. Pero al presidente de Estados Unidos se le podía haber pedido, justamente por eso, prudencia y humildad, dos cualidades de las que clamorosamente carece. Trump es un ignorante que ignora serlo.

Así que llegó al reino de los beduinos, dio una patada en la mesa y desmontó de un golpe el delicado mecano pacientemente construido por su antecesor, Barack Obama, para acercarse a Irán y desactivar uno de los principales y más peligrosos focos de tensión mundiales. En un discurso llano y simplista –todo lo contrario de la célebre intervención de Obama en la universidad Al Azhar de El Cairo en el 2009–, Trump instó a los países árabes a comprometerse realmente en la lucha contra el terrorismo y señaló al recuperado Gran Satán, esto es Irán, como el máximo culpable. Saudíes e israelíes no debían caber en sí de gozo.

En Riad leyeron entre líneas y creyeron comprender que Washington les daba carta blanca para ajustar las tuercas al díscolo hermano qatarí, doblemente culpable de disidencia por acercarse demasiado a Teherán, el gran rival chií –¡encima, hereje!– de los Saud en la lucha por la hegemonía política, económica y espiritual en Oriente Medio, apoyar a los grupos armados afines a Irán como Hizbulah en Líbano y Hamas en Gaza, y alimentar a los Hermanos Musulmanes, desestabilizadores de los poderes árabes establecidos, particularmente en Egipto, agitando además las contestaciones internas desde el canal de televisión Al Yazira. El resultado es conocido: un grupo de media docena de países árabes liderado por Arabia Saudí decretó esta semana el bloqueo político y económico de Qatar hasta que el emir Tamim bin Hamad al Zani, monarca absoluto de un ínfimo pero superrico país gracias a sus reservas de gas, abandone su pretensión de poner en práctica una diplomacia independiente –consistente en colocar los huevos en todas las cestas posibles– y vuelva al redil. Para embadurnarlo todo con una pátina de respetabilidad, acusaron al emirato de financiar a grupos extremistas y yihadistas.

La maniobra saudí provocó una cierta alarma inicial en Washington, a fin de cuentas Qatar alberga la principal base aérea norteamericana en la región –la de Al Udeid, con 10.000 militares– y el Comando Central de la lucha contra el Estado Islámico. Así que el secretario de Estado, Rex Tillerson, se movilizó enseguida para tratar de apaciguar los ánimos... Sólo que Donald Trump, encantado con sus propias ocurrencias, vio en el gesto del rey Salman la respuesta adecuada a sus requerimientos: “Quizá sea el principio del fin del horror del terrorismo”, dijo en Twitter con pasmosa petulancia.

Todo esto es una broma. Y de mal gusto además. Cada cual puede tener su propia opinión sobre el régimen tiránico de los ayatolás en Irán (donde, por cierto, el reformista Hasan Rohani se ha vuelto a imponer con rotundidad a los inmovilistas conservadores) y sobre la acción de organizaciones como Hizbulah y Hamas, que hoy por hoy siguen integrando la lista de organizaciones terroristas de la Unión Europea y de EE.UU. Pero nadie puede sostener seriamente que ambos grupos, apoyados por Irán, constituyan un peligro para terceros países al margen de Israel.

Por el contrario, los dos grupos terroristas que ensangrientan repetidamente Europa y Estados Unidos, además de otros países musulmanes –el Estado Islámico, actualmente, y Al Qaeda, en el pasado reciente–, no tienen nada que ver con Irán y el chiísmo, sino que encarnan el extremismo suní que llevan décadas alimentando Arabia Saudí –máximo propagandista del retrógrado wahabismo– y Qatar. No es por azar si el EI ha atacado Teherán esta semana, dejando en evidencia la inconsistencia de Trump, quien lejos de asumir su error ha insistido en su grosera letanía diciendo que el doble atentado del miércoles en la capital iraní, que dejó 12 muertos, demuestra que “quienes promueven el terrorismo se arriesgan a ser víctimas del mal que provocan”. ¿Irán, culpable del EI? Por Dios...

“No nos atrevemos a hablar de Arabia Saudí y de Qatar, pero quizá sería necesario que esos valientes dejaran de alimentar con sus fondos un cierto número de acciones preocupantes. Un día habrá que abrir el dossier de Qatar porque ahí hay un verdadero problema”, declaró hace cinco años un exjefe de la DST, el contraespionaje francés, Yves Bonnet, avanzándose a la ex secretaria de Estado y excandidata a la Casa Blanca Hillary Clinton, quien en uno de los mails desvelados por Wikileaks, fechado en el 2014, decía: “Necesitamos utilizar nuestros activos diplomáticos y de inteligencia para presionar a los gobiernos de Qatar y Arabia Saudí, que suministran clandestinamente financiación al Estado Islámico y a otros grupos radicales suníes en la región”. ¿Se puede ser más claro? ¿más directo?

Haría bien Trump en escudriñar en la historia reciente de Estados Unidos. El año pasado, después de insistentes presiones, el presidente Obama acordó desclasificar 28 páginas del informe que elaboró el Congreso en el 2002 sobre los atentados del 11-S y que George W. Bush declaró secretas. En esas 28 páginas se alude a los apoyos oficiales o semioficiales que pudieron recibir los terroristas que atacaron a Estados Unidos el 11 de septiembre del 2001 –19 individuos, de los cuales 16 eran saudíes–. Y aunque no hay ninguna prueba definitiva que inculpe al Gobierno de Riad, todo indica que recibieron apoyos externos –y no pocos– desde el reino del desierto.

El senador norteamericano Bob Graham, quien fue vicepresidente de la comisión de investigación que elaboró el informe, no alberga muchas dudas: “La información de esas 28 páginas refuerza la creencia de que los 19 terroristas –la mayor parte de los cuales hablaba poco inglés, tenía una educación limitada y nunca había visitado EE.UU.– no estuvieron solos (...) y sugiere un fuerte vínculo con el Reino de Arabia Saudí, fundaciones saudíes y otros intereses saudíes”. Y ahora, podemos seguir atacando a Irán...




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