lunes, 8 de mayo de 2017

Ambigua victoria

Los franceses se han despertado hoy de fiesta. Los niños no irán a la escuela y los adultos podrán hacer la grasse matinée... Nada que ver con la segunda vuelta de las elecciones presidenciales de ayer y menos aún con la elección de Emmanuel Macron como nuevo inquilino del Elíseo. Muchos franceses estarán hoy aliviados, pero pocos habrá verdaderamente entusiasmados. El descontento profundo que atraviesa a amplias capas de la sociedad francesa sigue muy vivo. Si los franceses se quedan hoy hasta tarde en la cama no es por las celebraciones de anoche: hoy es 8 de Mayo y Francia conmemora, como media Europa, la rendición de la Alemania nazi en 1945. “Día de la Victoria”, lo denomina el relato oficial. Pero en este concepto hay tanta ambigüedad como en el triunfo electoral de Emmanuel Macron...

La capitulación de Alemania en la Segunda Guerra Mundial se firmó dos veces, la primera en Reims, en la madrugada del 7 de mayo, y la segunda –y definitiva– en Berlín, como quería Stalin, la noche del 8 de mayo. Cuando el general alemán encargado de rubricar la rendición en la capital del III Reich, Wilhelm Keitel, vio en la sala al general francés Jean Lattre de Tassigny entre los representantes de las potencias vencedoras exclamó: “¿Qué? ¡¡Los franceses también!!”. Hasta tal punto no estaba prevista su participación que la bandera tricolor tuvo que improvisarse para añadirla en el último momento.

La realidad siempre es ambigua. Y el papel de Francia en la Segunda Guerra Mundial también lo fue, y mucho. Derrotada en unas pocas semanas por el poderoso ejército alemán, Francia capituló ante Hitler y su Parlamento entregó el poder a un régimen colaboracionista. El mito de la Francia resistente, de la Francia victoriosa, debe mucho a la rebeldía, la entrega, la tenacidad y la habilidad diplomática del general Charles de Gaulle. Hoy todo el mundo ha asumido la épica imagen de los clientes del café de Rick en Casablanca cantando La Marsellesa. Pero la realidad fue mucho más contrastada. Bajo el dominio alemán, el Estado francés dirigido desde Vichy no sólo colaboró activamente con los nazis –también en la deportación de los judíos–, sino que instauró un régimen autoritario que se propuso “regenerar” el país desde una visión anclada en la extrema derecha. Mucha gente se acomodó. Tras la derrota alemana, cerca de 100.000 personas fueron juzgadas y condenadas en Francia por colaboracionismo y entre 10.000 y 15.000 fueron ejecutadas –la mayoría extrajudicialmente– en la llamada “depuración”, lo que demuestra el alto grado de compromiso con el régimen del general Pétain, que cristalizó las ideas de las activas ligas de extrema derecha de los años treinta y los principios de la Acción Francesa dirigida a principios del siglo XX por Charles Maurras: nacionalismo, antisemitismo y antiparlamentarismo.

Ayer, el partido heredero de todos estos movimientos, el Frente Nacional (FN) –con un corpus ideológico actualizado y formalmente suavizado, aunque no por ello menos extremista y xenófobo–, fue derrotado en las urnas en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales. Pero su candidata, Marine Le Pen, obtuvo el mejor resultado de su historia: 11,5 millones de votos, más de un tercio de los sufragios. ¿Su techo? La mayoría de los analistas así querían verlo anoche. Pero si algo ha demostrado el nuevo FN de Marine Le Pen es que ha ido rompiendo su techo elección tras elección. Y, sobre todo, ha normalizado su presencia. A diferencia de lo que sucedió en el 2002 con su padre, Jean-Marie Le Pen –quien también pasó a la segunda vuelta, en detrimento entonces del candidato socialista, Lionel Jospin–, esta vez casi nadie se ha rasgado las vestiduras, hasta tal punto se daba por descontado. E incluso una parte de la izquierda se ha permitido el lujo de alentar, por acción u omisión, la deserción electoral. Pese al riesgo que representaba el FN, la abstención de ayer fue la más alta en la segunda vuelta de unas presidenciales desde 1969 –una cuarta parte de los electores no acudió a las urnas– y se registraron hasta cuatro millones de votos nulos o en blanco, el doble que en el 2012.

El Frente Nacional ha conseguido en estos años no sólo instalar en el debate político sus ideas –sobre la inmigración, sobre el islam, sobre la nación, sobre las fronteras...–, retomadas en gran medida por la derecha republicana, sino que aspira a erigirse además, como anunció anoche Marine Le Pen, en “la primera fuerza de la oposición”.

Emmanuel Macron batió ayer de forma contundente y nítida a la candidata del FN, su triunfo es incontestable. Pero la amenaza del Frente Nacional no ha desaparecido, como no ha desaparecido tampoco el descontento profundo –instalado sobre todo en las zonas periurbanas y rurales– que ha alimentado al partido de extrema derecha y también a la izquierda radical. Un descontento que puede crecer aún más en la medida en que Macron se limite a aplicar una política continuista respecto a la de François Hollande, de quien fue ministro de Economía.

El nuevo presidente de Francia, el octavo de la V República, ha ganado también con una elevada proporción de voto prestado. Una mayoría de franceses se han movilizado más contra Le Pen que a favor suyo, algunos a regañadientes. Y esta ambigüedad, esta fragilidad de su victoria, tendrá muy pronto su primera confrontación con la realidad: el 11 y 18 de junio, el movimiento de Macron afronta el reto de conseguir la mayoría en el Parlamento. No le será nada fácil. Todos los demás le están esperando.

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