Isabelle D. enseña a leer y escribir a niños de primer curso de
primaria en una escuela de la periferia de París. Es un centro tranquilo, sin
problemas, en una ciudad de clase media alta en la que la población de origen
inmigrante es minoritaria. Hace poco, Isabelle D. recibió el aviso inquietante
de una madre que, a la entrada del colegio, había escuchado a un niño de ocho
años de origen árabe dirigirse a otros compañeros musulmanes instándoles a no
jugar con los “infieles”. “Comen cerdo e irán al infierno”, dijo. La maestra,
que nunca antes había oído nada semejante en su escuela, puso el hecho en
conocimiento del director, quien a su vez lo trasladó a la inspección
académica, donde probablemente quedará olvidado en un cajón. Al fin y al cabo,
no hubo ninguna agresión o acción violenta.
Por eso a Isabelle D., que cada vez ve más mujeres con velo a la
salida de clase –cuando antes no había ninguna, o apenas–, no le extrañó
enterarse por la prensa belga que en una escuela de párvulos de Flandes habían
detectado signos evidentes de radicalización fundamentalista en un grupo de
media docena de pequeños, que recitaban el Corán en el patio, insultaban a los
no musulmanes llamándoles “cerdos” e incluso les amenazaban de muerte haciendo
el gesto de una degollación (ver La Vanguardia del pasado jueves). Ignorantes
del alcance real de sus palabras, los párvulos se limitaban claramente a
repetir lo que oían en casa. De modo que cuando los padres fueron advertidos
algunos se lo tomaron a risa y otros aprobaron con no poca desenvoltura su
comportamiento.
No todos los musulmanes son integristas, naturalmente. La gran
mayoría vive su religión con naturalidad, como cualquier fiel de cualquier otra
confesión, sin hacer proselitismo ni meterse con nadie, cumpliendo sus
obligaciones sociales. Pero hay en Europa una activa minoría radical, de raíz
salafista –una corriente del islam suní defensora de una lectura
ultraconservadora y rigorista del islam, fiel a la charia y acusadamente
partidaria de la sumisión de la mujer, a la que encierra en velos integrales
que sólo dejan ver los ojos (niqab)–, determinada a desafiar las reglas de
convivencia de las democracias occidentales, que rechazan abiertamente, y
testar su capacidad de resistencia. De este magma emponzoñado, del que el imán
de Ripoll –Abdelbaki Es Satty, inspirador de los atentados de Barcelona y
Cambrils– era un destacado exponente, es de donde salen luego los yihadistas.
Como el hijo de la cordobesa Tomasa Pérez –capturados ella y su prole en la
telaraña delirante del marido marroquí, hasta el punto de irse a Siria para
vivir el califato–. Su hijo mayor, Mohamed, es el jovencísimo islamista que
amenazaba esta semana en vídeo con más atentados en España y que –particularidad
patria de la vieja Al Andalus– ha generado más pitorreo que histeria.
Un termómetro de la presión creciente de los grupos salafistas,
que despierta de todo menos risa, es la escuela. Y todo indica que las señales
de radicalización detectadas entre los alumnos de preescolar de un centro de
Flandes no son hechos aislados. Lejos de ahí. Ya en el 2005, hace pues más de
una década, un informe de la Inspección General de la Administración francesa,
dependiente del Ministerio del Interior, advertía que cada vez eran más
numerosos los ataques contra el principio de la mezcla de sexos en la escuela:
padres que rechazaban que sus hijas practicaran deporte o que exigían incluso
ya desde la edad de párvulos que no echaran la siesta en el mismo espacio que los
niños... Otro informe, del 2004, anotaba exigencias crecientes en materia de la
comida o las fiestas religiosas. “Una parte de la juventud presentaba síntomas de estar haciendo
secesión de la nación francesa”, constataba recientemente su autor, Jean-Pierre
Obin, inspector de la Educación Nacional. Y añadía: “Desde entonces, la
situación se ha agravado”. Periódicamente, en Francia surgen polémicas por las
exigencias de los islamistas, que pueden llegar a reclamar la separación entre
niños y niñas, la instauración de comida halal en la cantina escolar, la
supervisión de las lecturas de los alumnos para que sean conformes a su fe o
incluso que la escuela prevea alfombras para rezar, mientras a la vez –en
nombre de una laicidad que en realidad repudian– se oponen a la visita de Papá
Noel en Navidad...
El Ministerio de Educación recoge al cabo de cada curso centenares
de advertencias –más de 800 sólo en los centros de secundaria– sobre casos de
radicalización de alumnos. Cuando llega el ramadán se producen incidentes aquí
o allá, protagonizados por musulmanes radicales que reprochan a otros no
cumplir el ayuno. Y se ha vuelto ya un hábito que cada vez que hay un atentado
yihadista y se organizan actos de homenaje o minutos de silencio por las
víctimas, algunos chicos se niegan en redondo a seguirlos, cuando no justifican
–este fue particularmente el caso de Charlie Hebdo– el castigo de los ofensores
de Mahoma. Latifa ibn Ziaten, madre de uno de los tres militares asesinados por
el yihadista de Toulouse Mohamed Merah en el 2012, empeñada en una cruzada
particular para hacer ver a los chavales de los barrios musulmanes el horror
del terrorismo, se ha visto confrontada más de una vez al terrible hecho de que
el asesino de su hijo es jaleado por los jóvenes como un héroe...
Un estudio sociológico realizado recientemente por el CNRS entre
7.000 alumnos franceses de bachillerato ha constatado el abismo creciente entre
musulmanes y no musulmanes en este terreno. Mientras sólo el 11% de los
encuestados expresaba un concepto absolutista de la religión, este mismo
porcentaje se elevaba al 33% entre quienes profesaban el islam. Análogamente,
si sólo el 4% de los más religiosos
mostraban tolerancia y comprensión con el uso de la violencia, entre los
musulmanes eran el 11%. Este es el escenario que tenemos aquí al lado. Y, por
lo visto, hacia aquí vamos nosotros también.
No hay comentarios:
Publicar un comentario