domingo, 24 de diciembre de 2017

El ocaso de las clases medias

"La visión de la economía que tiene el Gobierno podría resumirse en unas pocas y breves frases: Si se mueve, cóbrale impuestos. Si se sigue moviendo, regúlalo. Y si se para, subvenciónalo”. Con ésta y otras frases similares,  el entonces candidato republicano a la Casa Blanca Ronald Reagan fustigaba en 1980 a la administración demócrata de Jimmy Carter y adelantaba la revolución neoconservadora que –con la acción paralela de Margaret Thatcher en Londres– iba a poner  el mundo patas arriba. La nueva era de la desregulación financiera, de los regalos fiscales a los ricos y el recorte de las prestaciones sociales empezó hace más de tres décadas, beneficiándose a la postre de que la caída de la  Unión Soviética –un derrumbe que se debió más al colapso interno del sistema comunista que a la acción exterior–  dejó al capitalismo sin ningún oponente serio.

El resultado de aquella  contrarrevolución, que iba contra el espíritu igualitarista fundacional de Estados Unidos, ha arrojado una fractura social sin precedentes y ha ahondado la brecha que separa a los cada vez más ricos de los más pobres y de unas clases medias progresivamente empobrecidas. Una falla que Donald Trump se apresta ahora a profundizar con su controvertida reforma fiscal.

Un macroestudio internacional elaborado por un centenar de economistas de todo el mundo –reunidos en el grupo World Wealth and Income Database y coordinado por un equipo en el que está Thomas Piketty, célebre autor de El capital en el siglo XXI– ha contabilizado por primera vez el aumento de las desigualdades en el mundo desde los años ochenta hasta hoy y sus conclusiones son espeluznantes:  en las últimas décadas el 1% de los más ricos del planeta han captado el 27% de la riqueza mundial creada, mientras que el 50% más pobre se ha repartido un escuálido 12%.

Las desigualdades no son uniformes entre las diversas regiones del mundo y son más acusadas en Oriente Medio, Asia y Rusia que en los países occidentales democráticos (aunque en Asia, a diferencia de Occidente, las clases medias han aumentado sensiblemente sus rentas). Las diferencias son también muy acusadas entre Europa y Estados Unidos: si en 1980 ese 1% de los más ricos disponía a ambos lados del Atlántico del 10% de la riqueza, en el 2016 en Europa –protegida por un Estado del bienestar que, aunque renqueante, ha sido salvado– había aumentado al 12%, mientras que en Estados Unidos se disparó hasta el 20%. En el mismo periodo, la renta del 50% de los americanos más pobres cayó del 20% al 12,5%. ¿Un dato reciente que enturbia los datos macroeconómicos de la recuperación?: el año pasado el número de personas sin techo en las calles de las ciudades norteamericanas volvió a subir por primera vez desde el 2010, hasta alcanzar las 554.000 (63.000 en Nueva York, 55.000 en Los Ángeles). El reverso de la torre Trump.

En todo este tiempo, mientras la riqueza global crecía, los estados se han ido empobreciendo –privatizaciones, deuda al alza–, lo que ha restado margen de maniobra a su función reequilibradora. Difícilmente se pueden afrontar las exigencias de la cohesión social –que precisa de transferencias de renta a través de inversiones públicas y prestaciones sociales– si los ingresos de cada Estado se van reduciendo. La situación, de nuevo, es más dramática en Estados Unidos, donde los ingresos fiscales brutos apenas representan el 26% del PIB (datos del año pasado), mientras que en Alemania o Francia se elevan al 44,1% y 45,6%. La educación y la sanidad siguen siendo en Europa los pilares de una política de equidad social que en EE.UU. ha ido desapareciendo a marchas forzadas.

Para mayor escándalo, cada año 350.000 millones de euros son sustraídos a las arcas de los estados (120.000 millones sólo en la Unión Europea) –según cálculos del economista francés Gabriel Zucman, profesor de la Universidad de Berkeley, en California– por la evasión fiscal de las grandes empresas y grandes fortunas a través de sociedades pantalla situadas en paraísos fiscales. Un fraude colosal que no puede sino agravar el resentimiento de los contribuyentes de a pie a quienes –a ellos sí– no se les perdona ni un euro, ni un dólar.

El resquemor y la animosidad de los obreros y las clases medias norteamericanas empobrecidas –los damnificados de la globalización–  explican  el apoyo masivo que prestaron hace un año al entonces candidato Donald Trump, un voto de protesta contra el establishment pero también de adhesión a sus promesas de recuperar el esplendor y la riqueza perdidas al grito de America first! En pago a su entrega, el presidente de Estados Unidos –con el aplauso entusiasta del partido republicano– ha impulsado una reforma fiscal, aprobada por el Congreso esta misma semana, que beneficiará esencialmente a las grandes empresas y  a las mayores rentas y que amenaza con agravar de forma notable el déficit público (hasta en un billón de dólares). Así que , además de desmontar el Obamacare, EE.UU. ya puede empezar a prepararse para nuevos recortes en los programas sociales.

En Twitter, Trump aseguraba ayer que “el 95% de los americanos van a pagar menos o, en el peor de los casos, la misma cuantía de impuestos (la mayoría mucho menos)”. Desde luego, no en la misma medida. Según el Centro de Política Fiscal, quienes ganan menos de 25.000 dólares al año se ahorrarán en impuestos 60 dólares, los que ganan más de 733.000, se ahorrarán 51.000. Como subrayaba el economista Richard Reeves, de la Brookings Institution, en Libération: “El 5%  de los más ricos van a ganar decenas de miles de millones de dólares al año, para ellos será un festín, mientras que los trabajadores de la clase media sólo obtendrán migajas”.

El panorama, en la medida en que este proceso no amenaza sino con agravarse, no puede ser más sombrío. Branko Milanovic, autor de Global Innequality y padre del gráfico llamado curva del elefante, ha vaticinado que poco a poco las clases medias occidentales –hasta ahora mundialmente privilegiadas– irán perdiendo poder adquisitivo y acabarán superadas económicamente por las clases medias asiáticas. Con amplias capas de población convertidas en nuevos pobres, los países occidentales se enfrentarán a un riesgo de “desarticulación social” que podría poner en peligro los propios regímenes democráticos.




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