Bajo la majestuosa cúpula de Los Inválidos, en el centro de París,
reposan los restos de Napoleón I, inhumado con todos los honores –por orden de
la misma monarquía a la que combatió– cuarenta años después de morir en el
destierro atlántico de la isla de Santa Helena. Un enorme sarcófago de cuarcita
roja, dentro del cual se suceden hasta cinco ataúdes –de hojalata, plomo y más
plomo, caoba y ébano–, encierra las cenizas del que fuera efímero Señor de
Europa entre 1805 y 1814. El Águila, para sus admiradores. El Ogro, para sus
detractores.
Miles de turistas visitan cada año la tumba del emperador,
probablemente sin saber que están pisando el mismo suelo que pisó Adolf Hitler.
El 23 de junio de 1940, con Francia rendida a los pies de las botas de la
Wehrmacht, el Fürher realiza una rápida visita a París –la Ópera, los Campos
Elíseos, el Arco de Triunfo, la torre Eiffel, el Panteón, Notre Dame...–,
ciudad que siempre había soñado con visitar. Ese día lo hace como conquistador.
En su periplo, hay una cita
ineludible: la tumba de su admirado Napoleón. El nuevo amo de Europa quiere
rendir homenaje a su histórico antecesor. Enfundado para la ocasión en una
gabardina blanca, Hitler se descubre y guarda varios minutos de silencio en lo
que –según sus palabras– será uno de los momentos más grandes de su vida. Tan
emocionado está que concibe en ese momento un gran gesto de reparación: la
repatriación a Francia de los restos del único hijo de Napoleón –Napoleón II,
rey de Roma, fruto de su matrimonio con María Luisa de Austria–, muerto
prematuramente a los 21 años en Viena, para que reposen junto a los de su padre
en París. Ahí están.
Antes de embarcarse en una megalómana campaña de conquistas
militares por toda Europa, antes de hacerse coronar emperador por el mismísimo
Papa, Napoleón había sido aclamado en Francia –agotada por la inestabilidad y
la violencia revolucionarias– como un hombre providencial, un salvador. Su
llegada al poder en 1799 permitió restablecer el orden, salvaguardar las
principales conquistas de la Revolución y defender al país del ataque de las
monarquías europeas. Hitler también fue percibido en su momento como un hombre
providencial. Cuando alcanzó el poder, en las elecciones de 1933, Alemania se
encontraba absolutamente postrada y exhausta, empobrecida por una inflación
galopante que había dejado en la ruina a millones de alemanes y con un profundo
sentido de la humillación por el trato recibido tras su derrota en la Primera Guerra
Mundial. Hitler prometió devolverles el orgullo, la prosperidad y el poder
perdidos.
En Francia hay aparentemente una cierta querencia –al menos, es
una idea cultivada de forma recurrente por algunos analistas e historiadores–
por la figura del hombre providencial, del hombre fuerte (o en su caso, de la
mujer). No se trata sólo de Napoleón. Ahí está Juana de Arco, la gran heroína
sacrificada en la lucha contra los ingleses, o el general De Gaulle, padre de
la Resistencia contra los nazis y fundador de la V República, cuyo
fundamento es justamente el de otorgar
la máxima concentración de poder ejecutivo a una sola persona: el presidente.
Evidentemente, de hombres fuertes –más o menos providenciales– que prometen nuevos
amaneceres la historia está llena. Y el panorama político actual, también. Cada
cual a su modo, con más o menos contrapesos, ahí están Donald Trump en Estados
Unidos –elegido como salvador, por más que los poderes legislativo y judicial
hayan frenado hasta ahora sus planes–, Vladímir Putin en Rusia –líder
indiscutido que tiene bien amarrada a la oposición– o Xi Jinping en China –recién encumbrado a la misma
dignidad que Mao–.
El problema, en momentos de crisis, desorientación y ansiedad
colectiva como los actuales, es que la figura del hombre providencial, del
hombre fuerte, gana peligrosamente adeptos. Un estudio del Pew Research Center
realizado en 38 países y publicado este pasado mes de octubre, constata que la
democracia representativa sigue teniendo un apoyo mayoritario en las opiniones
públicas (78%) pero en los últimos años ha sufrido un cierta “recesión”,
mientras ganan adeptos las opciones autoritarias. Lo más interesante del
estudio es comprobar hasta dónde llega –o no– el compromiso de los ciudadanos
con el sistema democrático: en realidad sólo el 23% se adhieren de forma
absoluta, mientras que un 42% admitiría también alguna forma de gobierno no
democrático –tecnocrático, autoritario o incluso militar– y un 13% es
directamente antidemocrático.
A nadie sorprenderá que en Rusia los demócratas tibios alcancen el
61%. Más chocante es que esta proporción
sea del 46% en Estados Unidos, del 47% en el Reino Unido, del 45% en Francia,
del 42% en Alemania, del 40% en España... y del 60% en la Hungría de Viktor
Orbán. El ascenso de las opciones autoritarias va íntimamente ligado al
descontento con el sistema.
Otro estudio también publicado en octubre, éste realizado por Ipsos y dirigido por el
presidente de Fondapol, Dominique Reynié, titulado Où va la démocratie? (¿Dónde
va la democracia?), ha percibido asimismo –a partir de un cuestionario a 22.000
ciudadanos de 26 países– un deseo latente de autoridad, incluso de autocracia,
en Occidente vinculado a la decepción
sobre el funcionamiento de la democracia: una mayoría de europeos (55%) y de
norteamericanos (54%) considera que la democracia funciona mal y este
sentimiento está particularmente enraizado en los países del Mediterráneo (79%
en Italia, 60% en España) y en la Europa excomunista. Como consecuencia, un
tercio de los europeos –¡hasta el 50% en el Este!– se abonarían a un régimen
autoritario.
“Hay una multiplicación de signos inquietantes que indican un
debilitamiento de la democracia”, constata Dominique Reynié, quien alerta: “Si
no se encuentra una solución al actual descrédito de las instituciones y de la
clase política, nos enfrentamos al declive de la democracia”. El hombre providencial
aguarda tras la puerta...
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