Hay focos cuya luminosidad oculta todo cuanto hay alrededor en una
forzada oscuridad. Este miércoles, mientras el mundo entero se arremolinaba
frente a los televisores para ver cómo Donald Trump echaba por tierra un
trabajo diplomático de décadas en el complejo conflicto israelo-palestino
–reconociendo a Jerusalén como la capital de Israel–, en el tablero de Europa
se movía una pieza importante. En el Castillo de Praga , donde en 1614 fueron
lanzados por la ventana tres representantes imperiales –lo que fue el detonante
de la Guerra de los Treinta Años y consagró, de paso, la expresión
“defenestración”–, el presidente de la República Checa, Milos Zeman,
socialdemócrata y excomunista convertido a la xenofobia antiislámica y al
euroescepticismo, designó primer ministro a otro no menos controvertido
personaje: Andrej Babis, el llamado Trump checo.
Al igual que el inquilino de la Casa Blanca, el nuevo primer
ministro checo es un empresario –la segunda fortuna del país, calculada por
Forbes en 4.000 millones de dólares– que dice querer dirigir la República Checa
como si fuera una empresa, un hombre que alardea de hablar con franqueza, se
dice perseguido por los medios de comunicación que no controla directamente,
desprecia a los inmigrantes a no ser que sean de origen eslavo y rechaza la entrada en la zona euro.
Euroescéptico variable, está investigado por un caso de presunta corrupción
precisamente en la recepción de ayudas europeas.
A sus 63 años y al frente de un movimiento populista bautizado
Alianza de Ciudadanos Descontentos (ANO, en sus siglas en checo, que quieren
decir “sí”), Andrej Babis obtuvo en las elecciones del pasado octubre el primer
puesto con el 29,6% de los votos y 78 de los 200 escaños en juego. Está lejos
de la mayoría absoluta y tiene de tiempo hasta enero para intentar lograr que
alguno de los otros partidos de la cámara le deje ni que sea gobernar en
minoría (acaso los comunistas, que ya se han mostrado dispuestos, o los ultras
del checojaponés Tomio Okamura). Pero, mientras tanto, la semana que viene se
sentará en su primera cumbre europea, dispuesto a alinearse con sus colegas del
grupo de Visegrado en su rechazo a las cuotas de refugiados.
Si ciertos rasgos de su trayectoria y de su carácter le acercan a
la personalidad de Trump –“Sólo hay que ver cómo sufre en el Parlamento forzado
a escuchar a los demás”, declaraba al New York Times el politólogo checo Jiri
Pehe–, otros le aproximan al italiano Silvio Berlusconi. Porque si es cierto que
Babis ha construido su fortuna a partir de la industria agroalimentaria y
química, también lo es que a partir de aquí controla dos de los diarios de más
circulación, una emisora de radio y una TV.
Andrej Babis, si consigue el mes que viene el aval del Parlamento,
se sumará a la lista –creciente– de líderes de la Europa del Este, los más
recientemente llegados a la UE, reacios a asumir las obligaciones de la
solidaridad europea, refractarios a las iniciativas de Bruselas y con un
discurso y una práctica políticas que ponen a veces seriamente en cuestión los
principios mismos de la democracia liberal. Ahí están los ejemplos del primer
ministro húngaro, Viktor Orbán, y del polaco Jaroslaw Kaczynski, líder del
partido Ley y Justicia y auténtico hombre fuerte del país, que ayer mismo
perpetró en el Parlamento el golpe definitivo a la independencia judicial, en
un claro desafío a las autoridades europeas.
¿Por qué los tres países del antiguo Pacto de Varsovia que estuvieron en
la vanguardia de los intentos de reforma y democratización de los regímenes
comunistas –el levantamiento de Hungría
en 1956, la Primavera de Praga de 1968, la revolución del sindicato
polaco Solidarnosc en 1980– son hoy la avanzadilla de la reacción antiliberal y
antieuropea en el continente? La Historia
explicará algún día este fenómeno, que se extiende también a otros
países del centro de Europa: la misma deriva ha empezado a verse también
en Austria, donde el joven primer ministro electo, el conservador cristiano
Sebastian Kurz, ultima estos días un acuerdo de gobierno –que podría ver la luz
justo antes de Navidad– con los ultraderechistas del FPO.
La antigua frontera del telón de acero parece estar convirtiéndose
hoy en una falla tectónica, una línea de fractura entre dos Europas que podría poner seriamente
en cuestión la cohesión y el futuro de la Unión Europea. Hace un mes, el
semanario alemán Der Spiegel reveló el contenido de un documento secreto del
Ministerio de Defensa germano sobre los
posibles desafíos estratégicos en el horizonte del año 2040. El análisis plantea hasta seis escenarios
posibles, la mayoría de los cuales tienen justamente su epicentro en la falla
del Este: la posibilidad de que un grupo de países comunitarios se ponga del
lado de Rusia y adopte su modelo político y económico, la salida de alguno de
ellos de la UE, la desintegración pura y simple a causa de la deserción del
bloque del Este para formar un nuevo club, o el ascenso de las fuerzas
populistas de extrema derecha para implantar regímenes de capitalismo de Estado
a imagen y semejanza del de Vladímir Putin...
Rusia lleva ya un tiempo
cultivando a determinados dirigentes y grupos políticos de la órbita
nacionalista y populista en Europa, con especial fuerza en el Este, y su
aproximación a la Hungría de Viktor Orbán ha culminado hasta ahora en la firma,
en el 2014, de un acuerdo en materia de energía nuclear civil. Pero no sólo
para Moscú tiene interés la Europa del Este. También para Pekín es un sujeto
diferenciado. China ha institucionalizado desde hace cuatro años –la última
cumbre se celebró en Budapest los pasados días 27 y 28 de noviembre– un foro
económico exclusivo con un grupo de países de Europa central y del Este,
miembros de la UE y de los Balcanes. El grupo ha sido bautizado como 16+1. Y Bruselas
no pinta nada.
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