viernes, 18 de agosto de 2017

El desafío interior

¿Cuándo empezó todo? ¿En qué momento el atropello se convirtió en un arma de guerra? Si se piensa en Europa –porque en Israel los palestinos ya lo habían practicado– lo que espontáneamente viene a la mente es el atentado de Niza del 14 de julio del año pasado. La noche de ese día, el tunecino Mohamed Lahouaiez-Bouhlel se montó en un camión y arrolló a la multitud que se congregaba en el Paseo de los Ingleses a la espera de ver los fuegos artificiales con motivo de la fiesta nacional, matando a 86 personas e hiriendo a más de 300. El impacto, como era de esperar, fue enorme.
Pero si el de Niza fue –ha sido hasta ahora– el atentado por atropello más grave que ha habido, no fue el primero.  Hace dos años y medio, el 21 de diciembre del 2014 otro hombre de origen magrebí y al grito de “Alahu Akbar” (Alá es el más grande) se lanzó con un coche contra los peatones de una calle comercial de Dijon (Borgoña) hiriendo a 13 personas. No hubo ninguna víctima mortal, a diferencia de lo que sucedió al día siguiente en Nantes (Bretaña), donde otro individuo –desequilibrado y alcohólico– atacó a la gente congregada en el tradicional mercadillo de Navidad, matando a una persona e hiriendo a otra decena.

La concatenación de ambos sucesos hubiera sido suficiente para desatar la alarma entre la población pero rápidamente las autoridades descartaron cualquier móvil terrorista en ambos casos. ¿Interesadamente? El autor del atropello de Dijon fue declarado culpable por la justicia, que atribuyó su acción a los graves problemas psiquiátricos que padecía desde hacía años, para indignación de las víctimas, y lo internó en un centro especializado. Pero que estuviera perturbado en sus facultades mentales no oculta que su acción fue deliberada y estuvo teñida de un vago fanatismo religioso. ¿No están perturbados también de algún modo todos los demás autores de semejantes salvajadas, islamistas o no?

Tras Dijon y Niza vinieron –como es sabido– el mercadillo navideño de Breitscheidplatz en Berlín (diciembre del 2016), con 12 muertos;  el puente de Westminster en Londres (en marzo pasado), con cinco víctimas mortales; una calle comercial de Estocolmo (en abril), con cuatro fallecidos, y otra vez la capital británica, en este caso en el puente de Londres (en junio), con un balance de 11 muertos. Es manifiestamente obvio que se trata de una estrategia deliberada y así lo confirman las publicaciones oficiales del Estado Islámico, que cuanto más acorralado se siente en Siria e Irak, más peligrosamente amenaza con revolverse con atentados terroristas en Europa y Estados Unidos. Alquilar un vehículo y lanzarse contra la multitud no necesita grandes preparativos ni una calculada organización –como sí precisaron los atentados múltiples perpetrados en París en noviembre del 2015, en la sala Bataclan y otros lugares–, es muy fácil de llevar a cabo y muchísimo más difícil de detectar por las  fuerzas policiales antiterroristas. Sólo hace falta un individuo enajenado dispuesto a matar.

Pero los atropellamientos, quizá más que otro tipo de atentados –más refinados o selectivos–, tienen un valor añadido para sus instigadores: difunden el miedo y la desconfianza como una epidemia. Y eso es justamente, y ninguna otra cosa, lo que pretenden las mentes criminales del Estado Islámico y toda la constelación de organizaciones yihadistas. Incapaces de desequilibrar a las democracias occidentales por la fuerza de las armas, lo que buscan deliberadamente es sembrar la división, difundir la sospecha y la discordia, crear una fractura insalvable entre la población musulmana –muy importante en sociedades como la francesa, la británica o la alemana, y cada vez más en la española, particularmente en la catalana– y el resto, y alentar una confrontación civil.

Podría parecer una pretensión  ilusoria pero, en el fondo, no hay nada más fácil que atizar los instintos tribales de las personas. Y la religión –o la patria– son factores elementales de división: a este lado de la línea nosotros, al otro vosotros. Los terroristas tienen en general un perfil muy parecido: son personas descarriadas, en algunos casos marginales o vinculadas a la delincuencia común, gente sin futuro convencida de que no tiene nada que perder –ni que ganar– y que encuentra en el islamismo un sentido a su desnortada vida. Pero eso no lo explica todo. Porque, por equivocados y manipulados que estén, encuentran su justificación y su bandera en una religión que tiene vocación hegemónica y excluyente. Y eso le confiere un rasgo particularmente amenazador. La mayor parte de los autores de los atentados son además nacidos en Europa, lo que afianza la idea en las opiniones públicas de la existencia de un enemigo interior.

Que la estrategia de los yihadistas ha empezado a dar fruto lo demuestra el eco creciente que tienen en Europa y EE.UU. las ideas xenófobas e islamófobas –asumidas parcialmente incluso por los propios partidos institucionales– y el incremento del respaldo electoral de las fuerzas políticas populistas y de ultraderecha. El penúltimo tuit emitido anoche por Donald Trump –en él siempre es el penúltimo– sugiriendo que la manera de acabar con el terrorismo islamista es disparar a los yihadistas con balas embadurnadas con sangre de cerdo seguro que hizo las delicias del estado mayor del Estado Islámico.

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