A mediados del siglo XVI, un tratante de ganado alemán llamado
Michael Kohlhaas se dirigía a Dresde para vender una recua de caballos cuando,
al atravesar los territorios de un señor feudal de Sajonia, se encontró
inopinadamente con una aduana donde fue víctima de un atropello impensable. Con
toda suerte de pretextos burocráticos, el aristócrata del lugar le obligó a
dejar como prenda dos hermosos caballos negros que llevaba al mercado. Cuando,
una vez cumplimentados todos los requisitos, regresó a recuperar sus corceles
se encontró con que los habían malogrado explotándolos como animales de tiro en
el campo. Hombre religioso y ecuánime, con un profundo sentido de la justicia,
Kohlhaas exigió una reparación a los tribunales. Pero todos sus esfuerzos
fueron en vano: el noble fue protegido por la casta aristocrática que rodeaba
al príncipe elector y el tratante de caballos fue incluso amonestado.
Humillado y furioso, el bueno de Kohlhaas se arrogó el papel de
justiciero del pueblo y reunió un pequeño ejército con el que atacó a sangre y
fuego el castillo del señor y durante meses se dedicó a arrasar media Sajonia,
destruyendo y saqueando todos los pueblos y ciudades donde se había escondido
el codicioso noble. Su criminal venganza no cesó hasta que las autoridades
aceptaron cursar su demanda judicial y acordaron que tenía derecho a recuperar
sus dos animales en perfecto estado y recibir
una compensación económica. El tratante de caballos se entregó en Pirna,
en las proximidades de Dresde, donde era propietario de una pequeña finca,
antes de verse resarcido y de rendir cuentas a su vez ante la justicia imperial
en el cadalso...
La historia de Kohlhaas no es verídica, es sólo una ficción, fruto
de la prosa magistral de Heinrich von
Kleist (1777-1811), uno de los más destacados escritores del
romanticismo alemán. Pero su relato sobre la transmutación de Michael Kohlhaas
y su furiosa respuesta contra los abusos del poder establecido evoca de alguna
forma la ira que una parte de los electores alemanes, especialmente en Sajonia,
expresó el 24 de septiembre al votar como nunca desde el final de la Segunda
Guerra Mundial a un partido de extrema derecha: Alternativa para Alemania (AfD,
en sus siglas en alemán), que obtuvo el 12,6% de los votos y –después de
haberse colado en 13 de los 16 länder– entró por primera vez en el Bundestag.
En el distrito de Pirna, la población a orillas del Elba –cerca de la frontera
checa– donde el irascible Kohlhaas acabó sus andanzas, los ultras fueron los
más votados, con un 35,5% de los sufragios, diez puntos por encima de la Unión
Cristiana Demócrata de Angela Merkel (y ya no hablemos de los demás). En el
conjunto de Sajonia, el resultado fue menos abultado (el 27%), pero aún con
todo fue el único land donde la AfD resultó el partido más votado.
Creado en el 2013 como partido euroescéptico –por no decir
directamente eurófobo–, Alternativa para Alemania se ha aupado en cuatro años a
la condición de tercera fuerza política con un cóctel tan manido como efectivo
integrado por equivalentes dosis de nacionalismo, xenofobia e islamofobia. El
mejunje ha tenido una efectividad
diversa en el conjunto de Alemania, arraigando especialmente en los länder
del este, la antigua RDA, donde el sentimiento de ser los hermanos pobres de la
gran Alemania reunificada no ha dejado de crecer desde 1990. Que Sajonia sea la
punta de lanza no tiene nada de sorprendente si se tiene en cuenta que es aquí
donde nació también el movimiento ultraderechista Pegida (Patriotas Europeos
contra la Islamización de Occidente), muy activos contra la acogida a los
refugiados. El votante tipo de AfD es un
hombre airado que se siente olvidado y menospreciado por las élites políticas,
un perjudicado de la globalización que añora los viejos buenos tiempos y
muestra unas ganas irreprimibles de dar una patada en señal de protesta. Como
los votantes del Brexit. Como los de Trump.
Si Pirna marcó la caída del tratante de caballos Kohlhaas, fue
también uno de los escenarios del final de Napoleón I, contra quien –por
cierto– luchó Von Kleist, así desde la prensa como en las filas del ejército
prusiano. En el otoño de 1813, el emperador francés, en retirada después del
enorme fiasco de la invasión de Rusia, se alojó en Pirna –así lo recuerda una
placa en la Marienhaus am Markt– para dirigir desde allí la batalla de Dresde
contra la gran coalición integrada por Austria, Prusia y Rusia. Fue la última y
desesperada victoria de las tropas napoleónicas antes de verse forzadas a
retirarse a Francia y rendirse definitivamente (Napoleón volvería después a
intentar recuperar el poder y volvería a ser derrotado en Waterloo, pero esa es
otra historia)
El otrora victorioso general Bonaparte, salvador –y verdugo– de la
Revolución, quiso construir una Europa unida a la medida francesa. Armado con
el Código civil, que establecía el fin de los privilegios y la igualdad de
todos los ciudadanos ante la ley, creyó –o quiso creer– que los pueblos
europeos le recibirían como su liberador frente a las viejas monarquías
absolutistas. Sin embargo, el dominio
francés –que sangraba a los países
dominados con fuertes exacciones fiscales y el reclutamiento obligatorio de
miles de jóvenes para integrar la Grande Armée– despertó justamente el
sentimiento contrario. Hasta el punto de que, como subrayan algunos
historiadores, la invasión napoleónica fue el sustrato en el que germinó el
nacionalismo alemán (del que Von Kleist fue un destacado exponente). Desde esta
perspectiva, la eclosión del movimiento Alternativa por Alemania podría
entenderse como el último fruto –envenenado– de Napoleón Bonaparte.
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