El escritor norteamericano de origen indio Anand Giridharadas
ilustró en el año 2014 la profunda división que atraviesa Estados Unidos con
una cruda imagen: “América está fracturada en dos sociedades, una república de
los sueños y una república del miedo”.
Dos años después, en noviembre del 2016, la república del miedo se
impuso a la de los sueños y encumbró a la Casa Blanca al político más
burdamente populista y demagogo del mundo occidental. ¿Cómo pudieron millones
de estadounidenses confiar el futuro de su país a un charlatán ignorante y
psicológicamente inestable como Donald Trump? Porque les dijo exactamente lo
que ansiaban oír, lo que necesitaban desesperadamente oír: que bajo su mando
todo volvería a ser como antes, que volverían la seguridad y la prosperidad de
los buenos viejos tiempos, que la sangría de la deslocalización de industrias
se detendría igual que la llegada masiva de inmigrantes...
No es una particularidad norteamericana. La misma división
fractura las sociedades europeas, de norte a sur, de este a oeste. De un lado,
los beneficiarios de la globalización, los que aprovechan a fondo las grandes
oportunidades del mundo interconectado de hoy, los habitantes de las grandes
concentraciones urbanas mundiales. Del otro, las víctimas de este orbe abierto,
concentradas en las zonas rurales y perirubanas, en las cuencas industriales
deprimidas, olvidadas de la mano de Dios. Es aquí, en estas zonas en las que se
incuba el rencor, donde se gesta la república del miedo y se prepara la
victoria de los nacionalismos populistas. Desde Trump hasta el Brexit.
Los mapas del Brexit son escalofriantes en la medida en que
muestran claramente la quiebra de una sociedad: el gran Londres y otras urbes,
masivamente a favor de Europa; las zonas industriales del norte de Inglaterra,
radicalmente en contra.
Los vendedores de elixires hicieron su agosto en la campaña del
Brexit, donde la concentración de mentiras y falsas verdades por metro cuadrado
–realismo mágico, se le llama ahora– rompió todos los límites. Si triunfó es
porque había un terreno fuertemente abonado por la credulidad. Tras el voto de
los británicos a favor de la salida de la Unión Europea del 23 de junio del
2016 –por 52% a 48%–, los promotores del Brexit, desde los eurófobos
convencidos como Nigel Farage hasta los más cínicos oportunistas como Boris
Johnson, no tardaron ni cuarenta y ocho horas en admitir que algunos de los
argumentos defendidos apasionadamente en el calor de la campaña tenían muy poco
o nada que ver con la realidad. Un año y medio después, la constatación de que
todo aquello fue un fabuloso engaño ha quedado dramáticamente al descubierto.
Hasta el punto de que, según los últimos sondeos realizados en el Reino Unido,
si hoy se repitiera el referéndum, la opción de quedarse en la Unión Europea
ganaría por 49% a 45% (Survation, 5 de octubre)
Una de las mentiras más groseras quedó recientemente desmentida
por el vicedirector del Institute for Fiscal Studies, Carl Emmerson: frente a
la aseveración de que con la salida de la UE se iba a corregir el déficit
fiscal y las arcas públicas británicas iban a recuperar para el erario 350
millones de libras a la semana, la realidad es que el saldo final será una
pérdida de 300 millones semanales. Portentoso.
Frente a quienes prometían recuperar poco menos que las glorias
del Imperio británico –Rule Britannia!– y cargaban sobre la Unión Europea las
culpas de todos los males (incluida la durísima cura de austeridad aprobada por
los conservadores por sí solos, que para eso tienen la libra esterlina y no están sometidos a la
disciplina de la zona euro), la realidad ha venido pronto a llamar a la puerta.
Aún sin haber abandonado Europa, la economía británica ha empezado ya a
resentirse. No ha sido un golpe brutal y repentino, sino un goteo constante y
progresivo, que amenaza con agravarse considerablemente si al final se acaba
imponiendo el Brexit duro –que es en el fondo el que compraron los electores:
ni un solo inmigrante más, nada de libre circulación de trabajadores, nada de
reglas europeas– y Gran Bretaña se queda fuera del mercado único y la unión
aduanera.
De momento, el crecimiento económico se ha contraído ya a la mitad
–pasando del 1,8% al 1%–, la moneda se ha devaluado un 15%, lo que ha beneficiado
en parte a las exportaciones pero ha penalizado las importaciones, con lo que
la inflación se ha alzado al 3% y los salarios han empezado a perder poder
adquisitivo, mientras las inversiones extranjeras se han frenado prácticamente
en seco. Como consecuencia, se ha devaluado también la riqueza del país, de modo que –según las
últimas cifras de la Oficina de Estadística Nacional británica,
correspondientes al primer semestre del 2016– el superávit de 469.000 millones
de libras ha pasado a convertirse en un déficit de 22.000 millones. Numerosos trabajadores europeos altamente
cualificados han empezado a irse, al igual que algunas empresas, y los grandes
de la City están preparando ya las maletas...
¿En qué momento los británicos se dejaron engañar por quienes
prometían el mejor de los mundos sin coste alguno, como quien compra un falso
bolso de Louis Vuitton en el top manta al grito de “bueno, bonito, barato”? Los
especialistas en psicología colectiva tienen acreditado un doble fenómeno: por
un lado, la gente tiende a magnificar los problemas que le provocan ansiedad
–la delincuencia, la inmigración–, que perciben como más graves de lo que
realmente son, y por otro, menosprecia los argumentos y objeciones que ponen en
cuestión sus convicciones y prejuicios.
No es un fenómeno nuevo, es tan viejo como la humanidad. Lo nuevo,
lo preocupante, es que el funcionamiento de las nuevas redes sociales lo
exacerba. “Encerrados en sus particulares repúblicas, esto es, sus cuentas de
Facebook, sus tertulias preferidas descargables en el podcast, sus chats en el
Whatssap, ya no tienen ni siquiera que escuchar al adversario. Con un gesto del
pulgar basta para silenciarlo. La música de fondo del diálogo se ha apagado”,
reflexionaba con perspicacia el colega –y amigo– de La Vanguardia Jaume V.
Aroca sobre el caso catalán.
Hoy, un porcentaje crecientemente elevado de ciudadanos se informa
directa y exclusivamente a través de las redes sociales, donde la información
genuina se mezcla sin pudor con rumores y bulos groseros. Y de donde cada uno
puede extirpar cuidadosamente cualquier opinión que no confirme su particular
universo.
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