miércoles, 12 de septiembre de 2018

A solas en el ‘taller del diablo’


Hay que imaginarse la escena. Donald Trump, recién levantado de la cama pero todavía en el dormitorio principal de la Casa Blanca –lo que algunos de sus colaboradores han bautizado ácidamente como el taller del diablo–. Conecta la televisión y ve las noticias de la ultraconservadora Fox News –la cadena amiga–, se calienta, se enerva, coge el móvil y empieza a tuitear. Son las 7 de la mañana –a veces las 6, a veces antes, depende del grado de insomnio–, la hora bruja, el momento en que el presidente de Estados Unidos  entra en su cuenta personal de Twitter –@realDonaldTrump, no la oficial, @POTUS– y empieza a dar rienda suelta a sus demonios. Sin consultar a nadie. Sin pararse a pensar un minuto. Atacando a diestro y siniestro las más de las veces. Marcando, otras,  los sesgos de la política exterior sin que nadie pueda frenarle (o sustraerle directamente los papeles de la mesa de su despacho) Lo cual es mucho más problemático.

Jueves 6 de septiembre, 6.58 de la mañana. Extasiado por los elogios que le dedica el dictador norcoreano Kim Jong Un, mientras el país digiere los primeros y demoledores avances del libro de uno de los dos periodistas del Washington Post que destaparon el caso Watergate y hundieron a Richard Nixon, Bob Woodward –Fear, Donald Trump in the White House (Miedo, Donald Trump en la Casa Blanca)–, el presidente norteamericano escribe: “Kim Jong Un de Corea del Norte proclama su ‘inquebrantable fe en el presidente Trump’. Gracias, presidente Kim. ¡Juntos lo conseguiremos!”.

Para nadie es un secreto la fascinación que el joven y astuto tirano norcoreano ejerce sobre Donald Trump –como otros líderes fuertes a los que les gustaría parecerse, de Vladímir Putin a Recep Tayyip Erdogan–, hasta el punto de que el brillante camarada se llevó descaradamente el gato al agua en la histórica cumbre que ambos celebraron el 12 de junio en Singapur. Fiel a su carácter, Trump celebró por todo lo alto los resultados del encuentro, pese a ser más que inconcretos, y vaticinó el inicio de una nueva era de paz. El hecho es que apenas dos meses después tanto los servicios de inteligencia norteamericanos como la Agencia internacional de la energía atómica (OIEA) constataron que Corea del Norte  seguía adelante con su programa nuclear... Todas las bravuconadas y amenazas con destruir el país y a su líder, al que despectivamente llamó hombre cohete, se fundieron en unos sorprendentes 45 minutos de tête-à-tête sin más compañía que los intérpretes.

Lunes 4 de septiembre, día festivo en Estados Unidos (Labour Day), 18.20h, Trump tuitea: “El presidente Bashar el Asad de Siria no debe atacar temerariamente la provincia de Idlib. Rusos e iraníes cometerían un grave error humanitario si toman parte en esta potencial tragedia humana. ¡No dejemos que suceda!”. Parece una amenaza, pero no lo es. Incluso como advertencia es suave. “¡No dejemos que suceda!”: podría escribirlo cualquier tuitero dispuesto a comprar unos gramos de buena conciencia por el módico precio de 280 caracteres. Pero Trump, que se ve a sí mismo –en su inmensa modestia– como “el Shakespeare” de Twitter, no es un tuitero cualquiera. Es el presidente de Estados Unidos, la primera potencia económica y militar –y cada vez menos política– del mundo. Y con su tuit no hacía más que exhibir su impotencia. Igual que cuando fuera de sí –como describe Woodward en su libro– pedía matar a El Asad o acabar con el problema de Afganistán a sangre y fuego... Lo cierto es que  ayer, en Teherán, el ruso Vladímir Putin, el turco Recep Tayyip Erdogan y el iraní Hasan Rohani, se reunieron para decidir el futuro de la provincia de Idlib y, más allá, de la Siria de posguerra, sin contar para nada con Washington, dramáticamente al margen pese a sostener a una de las milicias armadas en juego en el conflicto.

La política de Donald Trump desde su llegada a la Casa Blanca en enero del 2016 ha provocado un auténtico seísmo en la política exterior estadounidense y, en no pocos aspectos, ha arruinado –a golpe de tuit, calentón tras calentón– la labor de años del Departamento de Estado y del servicio diplomático. El presidente, adicto a una determinada manera de enfocar sus negocios,  parece  conocer únicamente el arma de la amenaza y la extorsión. Así sea con sus enemigos –véase la escalada de sanciones económicas a Corea del Norte, Irán , Turquía o China– como con sus aliados de toda la vida –castigos comerciales a la UE, Canadá y México–, sin importarle  el debilitamiento  de la alianza occidental (¡su menosprecio hacia Europa y la OTAN es proporcional a su atracción fatal por los autócratas!)

A tenor de lo visto hasta ahora, y de lo revelado  sobre las interioridades de la actual Administración norteamericana por numerosas fuentes –desde el libro de Woodward al anterior de  Michael Wolff (Fuego y furia), pasando por el anónimo y espeluznante artículo publicado por un “alto cargo” esta semana en The New York Times–, la Casa Blanca es una olla de grillos, donde los más osados intentan frenar o boicotear en secreto –al menos hasta ahora– las iniciativas más desmesuradas e irreflexivas de Donald Trump, al que describen como un ignorante que lo desconoce casi todo del mundo, no se interesa por los informes que requieren una mínima lectura y se aburre con los briefings de sus servicios de inteligencia. Según testimonios recogidos por el periodista del Washington Post, la sumaria opinión del defenestrado secretario de Estado Rex Tillerson  sobre el presidente de EE.UU. no puede ser más diáfana: “Es un imbécil”.



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