Hay que imaginarse la escena. Donald Trump, recién levantado
de la cama pero todavía en el dormitorio principal de la Casa Blanca –lo que
algunos de sus colaboradores han bautizado ácidamente como el taller del
diablo–. Conecta la televisión y ve las noticias de la ultraconservadora Fox
News –la cadena amiga–, se calienta, se enerva, coge el móvil y empieza a
tuitear. Son las 7 de la mañana –a veces las 6, a veces antes, depende del
grado de insomnio–, la hora bruja, el momento en que el presidente de Estados
Unidos entra en su cuenta personal de
Twitter –@realDonaldTrump, no la oficial, @POTUS– y empieza a dar rienda suelta
a sus demonios. Sin consultar a nadie. Sin pararse a pensar un minuto. Atacando
a diestro y siniestro las más de las veces. Marcando, otras, los sesgos de la política exterior sin que
nadie pueda frenarle (o sustraerle directamente los papeles de la mesa de su
despacho) Lo cual es mucho más problemático.
Jueves 6 de septiembre, 6.58 de la mañana. Extasiado por los
elogios que le dedica el dictador norcoreano Kim Jong Un, mientras el país
digiere los primeros y demoledores avances del libro de uno de los dos
periodistas del Washington Post que destaparon el caso Watergate y hundieron a
Richard Nixon, Bob Woodward –Fear, Donald Trump in the White House (Miedo,
Donald Trump en la Casa Blanca)–, el presidente norteamericano escribe: “Kim
Jong Un de Corea del Norte proclama su ‘inquebrantable fe en el presidente
Trump’. Gracias, presidente Kim. ¡Juntos lo conseguiremos!”.
Para nadie es un
secreto la fascinación que el joven y astuto tirano norcoreano ejerce sobre
Donald Trump –como otros líderes fuertes a los que les gustaría parecerse, de
Vladímir Putin a Recep Tayyip Erdogan–, hasta el punto de que el brillante
camarada se llevó descaradamente el gato al agua en la histórica cumbre que
ambos celebraron el 12 de junio en Singapur. Fiel a su carácter, Trump celebró
por todo lo alto los resultados del encuentro, pese a ser más que inconcretos,
y vaticinó el inicio de una nueva era de paz. El hecho es que apenas dos meses
después tanto los servicios de inteligencia norteamericanos como la Agencia
internacional de la energía atómica (OIEA) constataron que Corea del Norte seguía adelante con su programa nuclear...
Todas las bravuconadas y amenazas con destruir el país y a su líder, al que
despectivamente llamó hombre cohete, se fundieron en unos sorprendentes 45
minutos de tête-à-tête sin más compañía que los intérpretes.
Lunes 4 de septiembre, día festivo en Estados Unidos (Labour
Day), 18.20h, Trump tuitea: “El presidente Bashar el Asad de Siria no debe
atacar temerariamente la provincia de Idlib. Rusos e iraníes cometerían un
grave error humanitario si toman parte en esta potencial tragedia humana. ¡No
dejemos que suceda!”. Parece una amenaza, pero no lo es. Incluso como
advertencia es suave. “¡No dejemos que suceda!”: podría escribirlo cualquier
tuitero dispuesto a comprar unos gramos de buena conciencia por el módico
precio de 280 caracteres. Pero Trump, que se ve a sí mismo –en su inmensa
modestia– como “el Shakespeare” de Twitter, no es un tuitero cualquiera. Es el
presidente de Estados Unidos, la primera potencia económica y militar –y cada
vez menos política– del mundo. Y con su tuit no hacía más que exhibir su
impotencia. Igual que cuando fuera de sí –como describe Woodward en su libro–
pedía matar a El Asad o acabar con el problema de Afganistán a sangre y
fuego... Lo cierto es que ayer, en
Teherán, el ruso Vladímir Putin, el turco Recep Tayyip Erdogan y el iraní Hasan
Rohani, se reunieron para decidir el futuro de la provincia de Idlib y, más
allá, de la Siria de posguerra, sin contar para nada con Washington,
dramáticamente al margen pese a sostener a una de las milicias armadas en juego
en el conflicto.
La política de Donald Trump desde su llegada a la Casa
Blanca en enero del 2016 ha
provocado un auténtico seísmo en la política exterior estadounidense y, en no
pocos aspectos, ha arruinado –a golpe de tuit, calentón tras calentón– la labor
de años del Departamento de Estado y del servicio diplomático. El presidente,
adicto a una determinada manera de enfocar sus negocios, parece
conocer únicamente el arma de la amenaza y la extorsión. Así sea con sus
enemigos –véase la escalada de sanciones económicas a Corea del Norte, Irán ,
Turquía o China– como con sus aliados de toda la vida –castigos comerciales a
la UE, Canadá y México–, sin importarle
el debilitamiento de la alianza
occidental (¡su menosprecio hacia Europa y la OTAN es proporcional a su
atracción fatal por los autócratas!)
A tenor de lo visto hasta ahora, y de lo revelado sobre las interioridades de la actual
Administración norteamericana por numerosas fuentes –desde el libro de Woodward
al anterior de Michael Wolff (Fuego y
furia), pasando por el anónimo y espeluznante artículo publicado por un “alto
cargo” esta semana en The New York Times–, la Casa Blanca es una olla de
grillos, donde los más osados intentan frenar o boicotear en secreto –al menos
hasta ahora– las iniciativas más desmesuradas e irreflexivas de Donald Trump,
al que describen como un ignorante que lo desconoce casi todo del mundo, no se
interesa por los informes que requieren una mínima lectura y se aburre con los
briefings de sus servicios de inteligencia. Según testimonios recogidos por el
periodista del Washington Post, la sumaria opinión del defenestrado secretario
de Estado Rex Tillerson sobre el
presidente de EE.UU. no puede ser más diáfana: “Es un imbécil”.
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