lunes, 10 de diciembre de 2018

Revuelta contra Júpiter


Philippe y Nathalie, provinciales de nacimiento y parisinos de vocación, abandonaron hace años el popular distrito XV de París hartos de la falta de espacio y la incuria del propietario del inmueble donde vivían –que no gastaba un céntimo en el mantenimiento del edificio– para instalarse en un piso de propiedad en una gris y fea ciudad de la banlieue sur de la capital, donde contaban con el doble de espacio y había una estación de metro al alcance de la mano. No duraron mucho allí.  El día en que cerró la última carnicería no halal del barrio, Nathalie –una mujer profundamente de izquierdas y ecologista– decidió que no podía seguir viviendo  en un lugar donde una religión invasiva imponía sus normas a todo el mundo. Aprovechando la jubilación de Philippe, la pareja y sus gatos se instalaron entonces en un pueblo de la campiña, en el Mediodía francés. En esa Francia que hoy se levanta airada contra el Gobierno del presidente Emmanuel Macron.

Philippe y Nathalie, que se definen como “ferozmente anti neoliberales”,  no se han calzado el chaleco amarillo ni han integrado ninguno de los piquetes que desde hace semanas cortan el tráfico en las rotondas y los peajes de las autopistas de todo el país. Pero apoyan decididamente el movimiento. “Están desmantelando los servicios públicos en todas partes, cierran hospitales, estaciones de tren, oficinas de correos... amenazan con convertir a Francia en un desierto”, denuncia Philippe, quien considera más que justificado que la gente haya acabado explotando  (no así la violencia, de la que abomina)

Francia arde, y esta vez no son las temidas banlieues, los guetos –la palabra la utilizó Manuel Valls siendo primer ministro– de los grandes suburbios urbanos donde se concentra la población extranjera y de origen inmigrante, y que acumulan los más graves problemas de exclusión social. Una explosión ahí, como la del 2005, es posible en cualquier momento. Pero no es esa Francia la que, esta vez, ha salido a la calle y se está dejando llevar por al embriaguez de la insurgencia. Es la Francia rural, la Francia periurbana, la Francia que vive en tierra de nadie, esa que nunca sale en los telediarios –obsesivamente focalizados en París–, la que hoy se hace escuchar a gritos. Quien crea que la protesta se reduce al aumento de varios céntimos en el precio de la gasolina y el gasoil –la polémica ecotasa ahora retirada– no ha entendido nada. El Gobierno ha tardado mucho en entenderlo. Y ha respondido demasiado tarde.

La ecotasa ha sido la gota que ha colmado el vaso de un malestar mucho más profundo. A veces hace falta muy poco, menos que nada, para prender la mecha. Unos céntimos de más en el carburante, una nueva limitación de la velocidad por carretera –a 80 km/h con profusión de radares de control–, y la gente de la tierra de nadie, dependiente del vehículo privado para sus desplazamientos y que a duras penas consigue llegar a fin de mes, se lo acaba tomando como algo personal. Y si además ve que el esfuerzo fiscal no es equitativo –ahí está el caso actual del presidente de Renault, Carlos Ghosn, con sus retribuciones millonarias y sus escaqueos fiscales, para recordarlo– su malestar se convierte en cólera. Que los chalecos amarillos reclamen, entre otras muchas cosas, el restablecimiento del Impuesto de Solidaridad sobre la Fortuna –suprimido por Macron– no es una casualidad. Existe un profundo sentimiento de agravio. Francia, con un potente Estado social, sigue siendo consecuentemente  un país con una elevada presión fiscal. Pero que esta presión siga aumentando para el conjunto del país –Francia ha pasado al primer lugar en la última lista de la OCDE, con un 46,2% del PIB– mientras se regalan alegremente 3.200 millones de euros al año a los más ricos con la supresión del ISF resulta bastante indigesto.

La Francia que protesta es la Francia periférica, la Francia de abajo. Según un sondeo del instituto Ifop, el movimiento  de los chalecos amarillos es apoyado mayoritariamente en las zonas rurales (57%) –más de tres cuartas partes de la protesta se concentra en poblaciones de menos de 20.000 habitantes–  y por las clases con menor poder adquisitivo: obreros (62%), empleados (56%) y trabajadores autónomos (54%). Justo quienes más han sufrido las consecuencias de la crisis del 2008.  “Para esas personas que trabajan, la ausencia de márgenes de maniobra en el presupuesto familiar es difícilmente soportable, es también fuente de angustia y síntoma de desclasamiento”, sostienen Jérôme Fourquet y Sylvain Manternach en una nota de la Fundación Jean Jaurès titulada Los chalecos amarillos: revelador fluorescente de las fracturas francesas.

Y si la crisis ha llegado al punto en el que está es debido también a la distancia. La inmensa distancia –teñida a veces de desprecio, como cuando Macron riñó a un joven en paro y le animó a encontrar trabajo “con sólo cruzar la calle”– que separa a la élite gobernante de una gran parte de los ciudadanos. Joven, europeísta, dinámico y reformador, Emmanuel Macron logró derrotar a los dos grandes partidos institucionales –socialistas y conservadores– presentándose como alguien nuevo, aún habiendo sido ministro (¡y de Economía!) en el Gobierno saliente. Pero de nuevo no tiene nada. Surgido de la eterna Escuela Nacional de Administración (ENA), el presidente francés forma parte de las élites que han gobernado ininterrumpidamente en Francia en las últimas seis décadas. Y adolece de una misma y común arrogancia. Acaso más acentuada. Sus críticos le reprochan sus aires napoleónicos, cuando no monárquicos, su endiosamiento... El director de Libération, Laurent Joffrin, lo ha resumido dándole un irónico sobrenombre: Júpiter, el dios de los dioses romanos. La revuelta, esta vez, es también contra él.


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