Philippe y Nathalie, provinciales de nacimiento y parisinos
de vocación, abandonaron hace años el popular distrito XV de París hartos de la
falta de espacio y la incuria del propietario del inmueble donde vivían –que no
gastaba un céntimo en el mantenimiento del edificio– para instalarse en un piso
de propiedad en una gris y fea ciudad de la banlieue sur de la capital, donde
contaban con el doble de espacio y había una estación de metro al alcance de la
mano. No duraron mucho allí. El día en
que cerró la última carnicería no halal del barrio, Nathalie –una mujer
profundamente de izquierdas y ecologista– decidió que no podía seguir viviendo en un lugar donde una religión invasiva
imponía sus normas a todo el mundo. Aprovechando la jubilación de Philippe, la
pareja y sus gatos se instalaron entonces en un pueblo de la campiña, en el
Mediodía francés. En esa Francia que hoy se levanta airada contra el Gobierno
del presidente Emmanuel Macron.
Philippe y Nathalie, que se definen como “ferozmente anti
neoliberales”, no se han calzado el
chaleco amarillo ni han integrado ninguno de los piquetes que desde hace
semanas cortan el tráfico en las rotondas y los peajes de las autopistas de
todo el país. Pero apoyan decididamente el movimiento. “Están desmantelando los
servicios públicos en todas partes, cierran hospitales, estaciones de tren,
oficinas de correos... amenazan con convertir a Francia en un desierto”,
denuncia Philippe, quien considera más que justificado que la gente haya
acabado explotando (no así la violencia,
de la que abomina)
Francia arde, y esta vez no son las temidas banlieues, los
guetos –la palabra la utilizó Manuel Valls siendo primer ministro– de los
grandes suburbios urbanos donde se concentra la población extranjera y de
origen inmigrante, y que acumulan los más graves problemas de exclusión social.
Una explosión ahí, como la del 2005, es posible en cualquier momento. Pero no
es esa Francia la que, esta vez, ha salido a la calle y se está dejando llevar
por al embriaguez de la insurgencia. Es la Francia rural, la Francia
periurbana, la Francia que vive en tierra de nadie, esa que nunca sale en los
telediarios –obsesivamente focalizados en París–, la que hoy se hace escuchar a
gritos. Quien crea que la protesta se reduce al aumento de varios céntimos en
el precio de la gasolina y el gasoil –la polémica ecotasa ahora retirada– no ha
entendido nada. El Gobierno ha tardado mucho en entenderlo. Y ha respondido
demasiado tarde.
La ecotasa ha sido la gota que ha colmado el vaso de un
malestar mucho más profundo. A veces hace falta muy poco, menos que nada, para
prender la mecha. Unos céntimos de más en el carburante, una nueva limitación
de la velocidad por carretera –a 80 km/h con profusión de radares de control–, y
la gente de la tierra de nadie, dependiente del vehículo privado para sus
desplazamientos y que a duras penas consigue llegar a fin de mes, se lo acaba
tomando como algo personal. Y si además ve que el esfuerzo fiscal no es
equitativo –ahí está el caso actual del presidente de Renault, Carlos Ghosn,
con sus retribuciones millonarias y sus escaqueos fiscales, para recordarlo– su
malestar se convierte en cólera. Que los chalecos amarillos reclamen, entre
otras muchas cosas, el restablecimiento del Impuesto de Solidaridad sobre la
Fortuna –suprimido por Macron– no es una casualidad. Existe un profundo
sentimiento de agravio. Francia, con un potente Estado social, sigue siendo
consecuentemente un país con una elevada
presión fiscal. Pero que esta presión siga aumentando para el conjunto del país
–Francia ha pasado al primer lugar en la última lista de la OCDE, con un 46,2%
del PIB– mientras se regalan alegremente 3.200 millones de euros al año a los
más ricos con la supresión del ISF resulta bastante indigesto.
La Francia que protesta es la Francia periférica, la Francia
de abajo. Según un sondeo del instituto Ifop, el movimiento de los chalecos amarillos es apoyado
mayoritariamente en las zonas rurales (57%) –más de tres cuartas partes de la
protesta se concentra en poblaciones de menos de 20.000 habitantes– y por las clases con menor poder adquisitivo:
obreros (62%), empleados (56%) y trabajadores autónomos (54%). Justo quienes
más han sufrido las consecuencias de la crisis del 2008. “Para esas personas que trabajan, la ausencia
de márgenes de maniobra en el presupuesto familiar es difícilmente soportable,
es también fuente de angustia y síntoma de desclasamiento”, sostienen Jérôme
Fourquet y Sylvain Manternach en una nota de la Fundación Jean Jaurès titulada
Los chalecos amarillos: revelador fluorescente de las fracturas francesas.
Y si la crisis ha llegado al punto en el que está es debido
también a la distancia. La inmensa distancia –teñida a veces de desprecio, como
cuando Macron riñó a un joven en paro y le animó a encontrar trabajo “con sólo
cruzar la calle”– que separa a la élite gobernante de una gran parte de los
ciudadanos. Joven, europeísta, dinámico y reformador, Emmanuel Macron logró
derrotar a los dos grandes partidos institucionales –socialistas y
conservadores– presentándose como alguien nuevo, aún habiendo sido ministro (¡y
de Economía!) en el Gobierno saliente. Pero de nuevo no tiene nada. Surgido de
la eterna Escuela Nacional de Administración (ENA), el presidente francés forma
parte de las élites que han gobernado ininterrumpidamente en Francia en las
últimas seis décadas. Y adolece de una misma y común arrogancia. Acaso más
acentuada. Sus críticos le reprochan sus aires napoleónicos, cuando no
monárquicos, su endiosamiento... El director de Libération, Laurent Joffrin, lo
ha resumido dándole un irónico sobrenombre: Júpiter, el dios de los dioses
romanos. La revuelta, esta vez, es también contra él.
No hay comentarios:
Publicar un comentario