Hace ahora poco más de un año, a principios de julio del
2017, el Gobierno alemán ordenó la evacuación del contingente militar que tenía
desplegado en la base aérea de la OTAN de Incirlik, junto a la ciudad turca de
Adana, y su traslado a la base militar de Al Azraq, en Jordania. No era un gran
contingente: seis aviones Tornado –encargados de misiones de reconocimiento en
las operaciones contra el Estado Islámico–, un avión de reabastecimiento y 260 militares. Pero el gesto de la retirada tuvo
un fuerte simbolismo político.
Las relaciones entre Ankara y Berlín habían caído a su punto
más bajo después de que Alemania aceptara dar asilo a turcos huidos tras la
intentona de golpe de Estado del año anterior y vetara los mítines de ministros
turcos en el país. Después de que las autoridades turcas negaran por dos veces
la visita de parlamentarios alemanes a Incirlik, el Gobierno de Angela Merkel
decidió abandonar la base militar.
Un año después, el rifirrafe es con Washington. Y aunque el
desencadenante –el mantenimiento en prisión por parte de la justicia turca de
un pastor evangélico estadounidense acusado de conexiones golpistas y
terroristas– y las circunstancias –la brutalidad de la política exterior de
Donald Trump– son diferentes, ambas crisis son el exponente de un mismo
problema: la creciente fractura entre
Turquía y sus aliados occidentales de la OTAN.
Algunos observadores empiezan ya a especular con la
posibilidad de que el gesto de Alemania de hace un año se pueda acabar
convirtiendo en algo general y definitivo. Y que la OTAN decida, en su momento,
sustituir Incirlik por la base de Al Azraq... También en ciertos medios se
apunta desde hace un tiempo que Estados Unidos estaría preparando en secreto
–si no lo hubiera hecho ya– el traslado fuera de Incirlik de su arsenal nuclear
táctico, integrado por una veintena de bombas B61-12. La situación de
descontrol que se vivió en Incirlik durante la intentona golpista del 16 de
julio –el Gobierno turco clausuró la base, desconectó la electricidad, prohibió
las operaciones aéreas y acabó deteniendo al coronel al mando– puso de relieve
la fragilidad de la situación en Turquía. Pero no se trata sólo de eso, sino de
la desconfianza hacia la política de Recep Tayyip Erdogan.
De hecho, las suspicacias occidentales empezaron casi desde
el mismo momento en que el líder islamista conservador llegó al poder en
Turquía, hace 15 años, y han ido aumentando conforme el régimen iba adquiriendo
tintes autoritarios. La distancia quedó crudamente en evidencia con la reacción
tibia que tuvieron los países occidentales ante el intento de golpe de Estado
del 2016. Wait and see. Esperar y ver... Erdogan no lo ha perdonado. Como no ha
perdonado que Estados Unidos mantenga bajo su protección al exiliado teólogo
Fethullah Gülen, a quien Ankara responsabiliza de la intentona golpista, así
como de dirigir una vasta organización edificada para hacerse con todos los
resortes del poder. La negativa de la justicia de EE.UU. a extraditar a Gülen
está detrás de la persecución contra el reverendo Andrew Brunson en Turquía,
desencadenante de la guerra de sanciones mutuas entablada este mes de agosto
entre Washington y Ankara.
Las purgas y persecuciones desencadenas por Erdogan tras el
golpe –contra los gulenistas y, de paso, toda la oposición– creó gran malestar
en Europa y Estados Unidos, y el entonces secretario de Estado norteamericano
John Kerry llegó a sugerir la posibilidad de excluir a Turquía de la OTAN...
Una idea, por cierto, que defienden abiertamente algunos analistas e
intelectuales (particularmente en Francia, que nunca ha sido el país más
atlantista del mundo). Pero la cuestión
empieza a ser no tanto si Turquía debe ser o no expulsada de la OTAN como si no
es justamente Turquía la que ha empezado a irse...
El enfriamiento con sus aliados occidentales ha coincidido
con un acercamiento ostensible de Erdogan al presidente ruso, Vladímir Putin,
con quien al principio tenía intereses totalmente divergentes en la crisis
siria (Turquía quería el desalojo de Bashar el Asad, de quien Rusia se ha
erigido en salvador). La tensión entre ambos países llegó al máximo en
noviembre del 2015, cuando las fuerzas aéreas turcas derribaron un caza ruso en
la frontera con Siria... Pero todo cambió con el golpe. Erdogan se sintió abandonado
por Occidente, pero no así por Putin.
Desde entonces,
Ankara y Moscú no sólo se han puesto de acuerdo sobre la salida que debe darse a la guerra de Siria
–con la anuencia de Irán–, sino que han acrecentado su cooperación bilateral.
En septiembre del año pasado, el Gobierno turco acordó adquirir sistemas de
misiles antiaéreos rusos X-400, y en marzo pasado concedió a un consorcio
empresarial ruso la construcción y explotación de su primera central nuclear.
También China ha hecho su aparición, con la concesión, el mes pasado, de un
préstamo a Ankara de 3.600 millones de dólares a través del ICBC.
La compra de misiles rusos puso los pelos de punta a la OTAN
y ha hecho que EE.UU. haya congelado por el momento la entrega a Ankara de un
centenar de aviones de combate F-35A. Pero no inquietó menos el lanzamiento en
enero de la ofensiva militar turca –de acuerdo con Moscú– contra las fuerzas
kurdas del YPG en Afrin, que acabó con la toma del enclave tres meses después,
un ataque directo contra los más firmes aliados de EE.UU. en el teatro de
operaciones sirio y que amenazaba con extenderse a la ciudad de Manbij, donde
hay fuerzas especiales estadounidenses. Un riesgo por ahora congelado.
En pleno pulso con Trump, cuyas sanciones han puesto a la
economía turca contra la pared, Erdogan acusó a Washington de apuñalarle por la
espalda y de poner en juego su alianza. Y advirtió que Turquía “buscará nuevos
amigos y aliados”. En realidad, ya ha empezado a hacerlo...
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