El vídeo, grabado hace dos semanas y media en el Parlamento
neerlandés, ha sido visto cientos de miles de veces en YouTube. En él puede
verse al primer ministro, Mark Rutte, vertiendo accidentalmente un vaso de café
en las puertas del control de entrada y limpiando él mismo el desaguisado con
un mocho, mientras las mujeres de la limpieza –todas inmigrantes– ríen y
aplauden. Rutte, consciente de que está siendo grabado, también ríe. Un
político a quien no le caen los anillos por coger la fregona... Un spot
magnífico.
Mark Rutte (La Haya, 1967), joven, moderno, protestante,
conservador –es el líder del derechista Partido por la Libertad y la Democracia
(VVD), en el que milita desde siempre–, simpático y bien plantado, es un hombre
sencillo y cercano. Vive en el mismo barrio de La Haya en el que creció y, pese
a sus responsabilidades de gobierno, sigue dando clases en el instituto de
secundaria Johan de Witt de la ciudad.
Rutte proyecta la manida imagen del yerno ideal, un buen
partido. Pero toda imagen brillante tiene un reverso en sombra. El premier
holandés, a sus 51 años, a saber por qué –es uno de los grandes misterios de la
política neerlandesa–, sigue soltero y vive en casa de su madre...
Mark Rutte también pasa por ser un convencido europeísta.
Así se declara él mismo. Heredero de la tradición histórica de uno de los
países fundadores de la Europa unida, tiene poco que ver en este punto con los
nacionalistas euroescépticos del Partido por la Libertad (PVV) de Geert
Wilders, con quienes gobernó en coalición durante un breve periodo de tiempo.
Y, sin embargo, el primer ministro holandés se está erigiendo en el líder de un
pelotón de pequeños países del norte de Europa –la Liga Hanseática 2.0, los han
bautizado– que, huérfanos del liderazgo euroescéptico del Reino Unido, se están
uniendo para frenar toda profundización de la UE en sentido federal. Un nuevo
grupo de irreductibles –junto al frente de los ex miembros de la Europa del
Este, reunidos en el grupo de Visegrado– determinado a contrarrestar las
veleidades europeístas del presidente francés, Emmanuel Macron, ante la
impotencia, o acaso la complicidad
–según los malpensados–, de la canciller de Alemania, Angela Merkel.
El martes 12 de junio, ante un hemiciclo semivacío, Mark
Rutte expuso sus ideas sobre la UE en el pleno del Parlamento Europeo en
Estrasburgo. No a hacer más cosas, sino a hacerlas mejor, fue su máxima. “En la
contención es donde se muestra el maestro”, declaró citando a Goethe, a lo que
añadió –por si alguien en el Elíseo no lo había captado– el lema minimalista de
“menos es más”. En su opinión, el objetivo primordial de la UE debe ser
proteger. Y trazó una metáfora que, pretendiendo ser tranquilizadora, acabó
resultado inquietante. “Me gusta comparar (Europa) con las caravanas de las
películas de John Wayne que veía de niño –dijo– (...) Cuando caía la noche, o
amenazaba el peligro, los colonos disponían sus carretas en círculo. Eso les
daba más fuerza, estabilidad y seguridad. Es lo mismo con la Unión Europea”.
Difícilmente se puede encontrar una metáfora más triste. Ni, lamentablemente,
más idónea para ilustrar el miedo que atenaza a Europa.
La cumbre de jefes de Estado y de Gobierno de la UE que se
celebra la semana que viene en Bruselas debía abordar, como tema estrella, la contestada reforma de la zona euro, para
la que la pareja Macron-Merkel encontró el martes una propuesta de compromiso
en el palacio de Meseberg, al norte de Berlín (sin por ello asegurarse, todo
hay que decirlo, el apoyo de los más renuentes, con Mark Rutte a la cabeza). A
día de hoy, sin embargo, el asunto ha quedado totalmente eclipsado por la
violencia del debate en torno a la política migratoria y de asilo europea, que
será objeto mañana de una minicumbre informal que tiene marcado a fuego el
estigma del fracaso.
Acosada por sus propios socios de gobierno en Alemania –la
CSA bávara–, Merkel quiere endurecer la política migratoria para zafarse de la tenaza. Ma non troppo. Así que la
solución que pueda impulsar con Francia y –eventualmente– España difícilmente
satisfará al bloque del Este, al que se ha asociado ahora Austria, por un lado, y a Italia por otro, cuyas
reclamaciones son totalmente contrapuestas. Todos abogan por el cierre de las
fronteras exteriores a cal y canto. Pero unos quieren que los inmigrantes se
queden en el país de llegada. Y los otros, que se repartan equitativamente.
Media Europa tiene hoy gobiernos participados o
condicionados por las fuerzas populistas y de extrema derecha, una “lepra” –por
utilizar la expresión de Macron– que alimenta y se nutre del desconcierto y el
miedo de amplias capas de la sociedad europea.
Su propuesta es simple: pongamos las carretas en círculo y cerremos
filas ante el enemigo de fuera. ¡Que vienen los indios!, parecen gritar.
Los voceros del apocalipsis migratorio están excitando con
gran éxito electoral los temores de los europeos con medias verdades y mentiras
groseras. Sin ánimo de minimizar la importancia del flujo migratorio que llega
a Europa, ni de negar el potencial desestabilizador que comporta, lo cierto es
que el problema, en lugar de agravarse, se ha atenuado. El alud migratorio del
2015 y el 2016 ha
sido frenado considerablemente –el año pasado bajó un 44%– pese a los
inflamados discursos que proclaman lo contrario. También ha caído la llegada de
pateras a Italia –cuatro veces menos entre enero y abril respecto a hace un
año– contradiciendo el discurso tremendista del ultra Matteo Salvini. Del mismo
modo que apenas hay extranjeros en Hungría –un 5% de la población, sobre todo
rumanos, ucranianos y serbios–, lo que no es óbice para que Viktor Orbán clame
contra el presunto intento de la UE de cambiar la “composición étnica” del
país...
Atrincherados en el círculo de caravanas, mientras discuten
si vienen tres o tres mil indios, los europeos amenazan con empezar a
dispararse entre sí.
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