lunes, 25 de junio de 2018

¡Que vienen los indios!


El vídeo, grabado hace dos semanas y media en el Parlamento neerlandés, ha sido visto cientos de miles de veces en YouTube. En él puede verse al primer ministro, Mark Rutte, vertiendo accidentalmente un vaso de café en las puertas del control de entrada y limpiando él mismo el desaguisado con un mocho, mientras las mujeres de la limpieza –todas inmigrantes– ríen y aplauden. Rutte, consciente de que está siendo grabado, también ríe. Un político a quien no le caen los anillos por coger la fregona... Un spot magnífico.

Mark Rutte (La Haya, 1967), joven, moderno, protestante, conservador –es el líder del derechista Partido por la Libertad y la Democracia (VVD), en el que milita desde siempre–, simpático y bien plantado, es un hombre sencillo y cercano. Vive en el mismo barrio de La Haya en el que creció y, pese a sus responsabilidades de gobierno, sigue dando clases en el instituto de secundaria Johan de Witt de la ciudad.

Rutte proyecta la manida imagen del yerno ideal, un buen partido. Pero toda imagen brillante tiene un reverso en sombra. El premier holandés, a sus 51 años, a saber por qué –es uno de los grandes misterios de la política neerlandesa–, sigue soltero y vive en casa de su madre...

Mark Rutte también pasa por ser un convencido europeísta. Así se declara él mismo. Heredero de la tradición histórica de uno de los países fundadores de la Europa unida, tiene poco que ver en este punto con los nacionalistas euroescépticos del Partido por la Libertad (PVV) de Geert Wilders, con quienes gobernó en coalición durante un breve periodo de tiempo. Y, sin embargo, el primer ministro holandés se está erigiendo en el líder de un pelotón de pequeños países del norte de Europa –la Liga Hanseática 2.0, los han bautizado– que, huérfanos del liderazgo euroescéptico del Reino Unido, se están uniendo para frenar toda profundización de la UE en sentido federal. Un nuevo grupo de irreductibles –junto al frente de los ex miembros de la Europa del Este, reunidos en el grupo de Visegrado– determinado a contrarrestar las veleidades europeístas del presidente francés, Emmanuel Macron, ante la impotencia, o acaso la  complicidad –según los malpensados–, de la canciller de Alemania, Angela Merkel.

El martes 12 de junio, ante un hemiciclo semivacío, Mark Rutte expuso sus ideas sobre la UE en el pleno del Parlamento Europeo en Estrasburgo. No a hacer más cosas, sino a hacerlas mejor, fue su máxima. “En la contención es donde se muestra el maestro”, declaró citando a Goethe, a lo que añadió –por si alguien en el Elíseo no lo había captado– el lema minimalista de “menos es más”. En su opinión, el objetivo primordial de la UE debe ser proteger. Y trazó una metáfora que, pretendiendo ser tranquilizadora, acabó resultado inquietante. “Me gusta comparar (Europa) con las caravanas de las películas de John Wayne que veía de niño –dijo– (...) Cuando caía la noche, o amenazaba el peligro, los colonos disponían sus carretas en círculo. Eso les daba más fuerza, estabilidad y seguridad. Es lo mismo con la Unión Europea”. Difícilmente se puede encontrar una metáfora más triste. Ni, lamentablemente, más idónea para ilustrar el miedo que atenaza a Europa.

La cumbre de jefes de Estado y de Gobierno de la UE que se celebra la semana que viene en Bruselas debía abordar, como tema estrella,  la contestada reforma de la zona euro, para la que la pareja Macron-Merkel encontró el martes una propuesta de compromiso en el palacio de Meseberg, al norte de Berlín (sin por ello asegurarse, todo hay que decirlo, el apoyo de los más renuentes, con Mark Rutte a la cabeza). A día de hoy, sin embargo, el asunto ha quedado totalmente eclipsado por la violencia del debate en torno a la política migratoria y de asilo europea, que será objeto mañana de una minicumbre informal que tiene marcado a fuego el estigma del fracaso.

Acosada por sus propios socios de gobierno en Alemania –la CSA bávara–, Merkel quiere endurecer la política migratoria para zafarse  de la tenaza. Ma non troppo. Así que la solución que pueda impulsar con Francia y –eventualmente– España difícilmente satisfará al bloque del Este, al que se ha asociado ahora Austria,  por un lado, y a Italia por otro, cuyas reclamaciones son totalmente contrapuestas. Todos abogan por el cierre de las fronteras exteriores a cal y canto. Pero unos quieren que los inmigrantes se queden en el país de llegada. Y los otros, que se repartan equitativamente.
Media Europa tiene hoy gobiernos participados o condicionados por las fuerzas populistas y de extrema derecha, una “lepra” –por utilizar la expresión de Macron– que alimenta y se nutre del desconcierto y el miedo de amplias capas de la sociedad europea.  Su propuesta es simple: pongamos las carretas en círculo y cerremos filas ante el enemigo de fuera. ¡Que vienen los indios!, parecen gritar.

Los voceros del apocalipsis migratorio están excitando con gran éxito electoral los temores de los europeos con medias verdades y mentiras groseras. Sin ánimo de minimizar la importancia del flujo migratorio que llega a Europa, ni de negar el potencial desestabilizador que comporta, lo cierto es que el problema, en lugar de agravarse, se ha atenuado. El alud migratorio del 2015 y el 2016 ha sido frenado considerablemente –el año pasado bajó un 44%– pese a los inflamados discursos que proclaman lo contrario. También ha caído la llegada de pateras a Italia –cuatro veces menos entre enero y abril respecto a hace un año– contradiciendo el discurso tremendista del ultra Matteo Salvini. Del mismo modo que apenas hay extranjeros en Hungría –un 5% de la población, sobre todo rumanos, ucranianos y serbios–, lo que no es óbice para que Viktor Orbán clame contra el presunto intento de la UE de cambiar la “composición étnica” del país...

Atrincherados en el círculo de caravanas, mientras discuten si vienen tres o tres mil indios, los europeos amenazan con empezar a dispararse entre sí.



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