lunes, 27 de agosto de 2018

Cuando la verdad no es la verdad


Esta semana las redes se llenaron con la presunta noticia de la supuesta ejecución de la activista chií Israa al Gomgam, detenida en el 2015 por apoyar y difundir las protestas de esta minoría en Arabia Saudí. Los autores de la información habían añadido, como vía para reforzar su veracidad,  las imágenes de la decapitación de una mujer, rubricándola con un latiguillo de probada eficacia: “Silencio absoluto de los medios de comunicación occidentales”. Lamentablemente, la ejecución podría convertirse algún día en realidad, puesto que la fiscalía saudí ha pedido contra Al Gomgam la pena de muerte. Pero, en el momento de ser difundida, la noticia era totalmente falsa. Lo que no impidió que fuera amplia, y tan indignada como irreflexivamente, retuiteada.

Ejemplos como el de la activista saudí hay a cientos en las redes. Uno de los de más éxito –por recurrente– es el del  barco cargado con supuestos refugiados europeos huyendo durante la Segunda Guerra Mundial hacia el norte de África. El autor lo utiliza para afear el egoísmo de Europa hacia los inmigrantes de África y Oriente Medio, y concluye con esta admonición: “Antes de cerrar las fronteras ¡consulten a sus abuelos!”. Sólo que, una vez más, los hechos expuestos son falsos. El barco, identificable en las imágenes, es el Vlora y condujo a miles de refugiados albaneses a las costas italianas en 1991. Nada que ver con lo que se dice.

Nunca antes como ahora se habían difundido tantas noticias falsas y tan rápidamente. Las nuevas tecnologías y modos de intercomunicación social son los detonantes de este fenómeno. Pero la causa principal, como lo ha sido siempre –los rumores son tan antiguos como la humanidad–, es la credulidad.  Y no deja de ser paradójico que sea la desconfianza hacia los medios de comunicación tradicionales la que empuje a mucha gente a entregar alegremente su confianza a cualquier fuente que se aparte de la línea oficial, sin saber quién está detrás y qué oscuros intereses esconde.

Un estudio publicado el año pasado por  la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos sobre 376 millones de interacciones de usuarios de Facebook relativas a 900 noticias confirmó que la gente “sigue la información que se alinea con sus puntos de vista” –sólo escucha lo que quiere oír– y concluyó que ello la hace “más vulnerable a la desinformación”. Otro estudio del Pew Research Center del 2016 demostró a su vez que  el 64% de los adultos se cree las noticias falsas que circulan por las redes... “Por cada hecho hay su contrario, y unos y otros tienen idéntico aspecto online, lo que confunde a la mayoría de la gente”, constataba el año pasado en la BBC Kevin Kelly, fundador y director de la revista Wired, especializada en las nuevas tecnologías.

En este caldo de cultivo, algunos regímenes autocráticos –con Rusia a la cabeza– y otros grupos de presión se están poniendo las botas difundiendo informaciones falsas. Su objetivo: sembrar la confusión, minar la confianza, desestabilizar al adversario, manipular a la opinión pública... En la campaña de las últimas elecciones presidenciales norteamericanas, la sociedad Cambridge Analytica –detrás de la que se encontraba el ultraderechista Steve Bannon, otrora gurú de Donald Trump– se hizo con los datos personales de 87 millones de usuarios de Facebook y los utilizó para lanzar mensajes selectivos con el objetivo de tratar de influir en el comportamiento electoral.

Facebook dice haber aprendido la lección y prepara ahora salvaguardas cara a las elecciones legislativas de noviembre en EE.UU.: el martes pasado anunció haber cerrado 650 páginas de grupos y cuentas destinadas a manipular a la opinión. La compañía Microsoft, por su parte, anunció el mismo día haber bloqueado varios intentos de crear webs paralelas de algunos senadores norteamericanos y de dos think tanks republicanos por parte de hackers vinculados a los servicios secretos rusos... Hay una guerra en las redes y en esta guerra la principal víctima es la verdad.

El presidente Donald Trump –cuyos problemas con el FBI por el Rusiagate se deben justamente a que su equipo de campaña quiso obtener de los rusos  información para ensuciar la imagen de su rival, Hillary Clinton– ha hecho de la mentira el eje de su política.   Probablemente ningún otro presidente de EE.UU. haya mentido tanto y con tanta desfachatez. Un análisis exhaustivo del New York Times de sus declaraciones públicas detectó en el primer año de su mandato un total de 103 mentiras –descontados errores e imprecisiones–, por sólo 18 de su antecesor, Barack Obama, en el mismo periodo de tiempo.

Ante esto, Trump se defiende atacando: acusa a los medios de comunicación críticos de difundir noticias falsas para desacreditarle –alude a ellos de forma  genérica y despectiva como los Fake news– y frente a toda información negativa esgrime sus “hechos alternativos”, en expresión de la exportavoz de la Casa Blanca Kellyanne Conway. Trump miente con descaro porque sabe que a sus seguidores les da igual. Creen lo que quieren creer.

La teoría de los hechos alternativos la ha llevado esta semana al paroxismo Rudolph Giuliani, exalcalde de Nueva York reconvertido en asesor legal del magnate. En un programa de la NBC expresó su opinión de que Trump no debería testificar ante el fiscal especial del Rusiagate, Robert Mueller, por el riesgo de ser “atrapado en  perjurio”. Y no porque el presidente fuera a mentir en su declaración –argumentó–, sino porque expondría “su versión de la verdad”.

–La verdad es la verdad –objetó el conductor del programa, Chuck Todd.

–No, la verdad no es la verdad –replicó Giuliani para estupefacción general.

Cuando la verdad no es la verdad, lo que está en juego es la supervivencia misma de la democracia. Porque, como decía Albert Camus, “allí donde la mentira prolifera, la tiranía se anuncia o se perpetúa”.



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