@Lluis_Uria
Probablemente nunca se sabrá a ciencia cierta quién ordenó el atentado que la noche del sábado 20 de agosto acabó con la vida de Daria Duguina, de 29 años, comentarista rusa de televisión de extrema derecha, en las afueras de Moscú. El Servicio Federal de Seguridad (FSB), antiguo KGB, identificó con inusitada celeridad a una presunta agente de los servicios secretos ucranianos, Natalya Vovk –huida aparentemente a Estonia–, como la persona que accionó a distancia el artefacto explosivo que hizo saltar por los aires el Toyota Land Cruiser que conducía la víctima.
¿Se trata de un episodio
colateral de la guerra de Ucrania? Puede ser. ¿Una guerra interna en las
cloacas del régimen? Quién sabe. La historia reciente de Rusia está plagada de
atentados cuyos autores materiales han sido detenidos, juzgados y condenados,
pero cuya autoría intelectual nunca ha sido esclarecida.
En todo caso, quien decidió
el atentado conocía perfectamente la identidad de su objetivo y su significado.
No exactamente Daria Duguina, sino su padre, Alexánder Duguin, de 60 años, con
quien compartía causa e ideario (ambos estaban en la lista de sancionados de la
Unión Europea). Propietario del vehículo en cuyo interior presumiblemente
debería haber estado esa noche, Duguin decidió en el último momento
regresar en otro coche a Moscú tras
participar con su hija en un festival nacionalista montado por organizaciones de extrema derecha en
apoyo de la invasión de Ucrania.
Sin ser un prohombre del
régimen, Duguin es sin embargo –ha sido desde los años noventa– uno de los
ideólogos más influyentes entre la clase política y militar rusa. Profeta del
nuevo imperialismo ruso postsoviético, Duguin aúna una visión
ultranacionalista –no exenta de
supremacismo– con una concepción ultraconservadora en la que la iglesia
ortodoxa se erige en la columna vertebral de la esencia rusa. Adalid del nuevo
fascismo ruso, presenta la democracia
liberal occidental como la encarnación del mal y una amenaza existencial para
la civilización eslava.
Tras militar a finales de los
años 80 en la organización ultranacionalista
antisemita Pamyat (memoria), Duguin fue uno de los fundadores del
Partido Nacional Bolchevique, nazbol, que copiaba descaradamente la simbología
nazi sustituyendo la cruz gamada por la hoz y el martillo. Tras abandonar esta
formación, el 2002 fundó el movimiento Eurasia, que sueña con la construcción
de un vasto imperio plurinacional, “de Dublín a Vladivostok”, bajo hegemonía
rusa. Un polo alternativo y enfrentado a EE.UU. y el mundo anglosajón.
Sus ideas las desarrolló en
la que es su obra capital: Fundamentos de geopolítica, de 1997. “Probablemente
no ha habido otro libro publicado en Rusia en el periodo poscomunista que haya
ejercido una influencia comparable entre militares, policías y las élites de la
política exterior estatal”, subrayaba el politólogo John B. Dunlop en un
artículo para el Europe Center de la universidad de Stanford.
Para alcanzar sus objetivos,
Duguin no plantea desencadenar necesariamente guerras de conquista –aunque
luego ha aplaudido la invasión de Ucrania–, sino utilizar otros métodos: desde
desestabilizar al enemigo a través de campañas de subversión y desinformación
llevadas a cabo por los servicios secretos –“cualquier forma de inestabilidad y
separatismo”– hasta utilizar los recursos energéticos rusos –gas y petróleo–
para comprar aliados y extorsionar a adversarios.
En sus delirios
expansionistas, Duguin plantea como gran objetivo estratégico atraerse a
Alemania y sumarla a sus planes, ofreciéndole de entrada la devolución del
enclave de Kaliningrado (la antigua Königsberg prusiana) y, sobre todo,
proponiéndole repartirse el continente en dos esferas de influencia. ¡El pacto
Molotov-Ribbentrop de
Bajo el dominio de Berlín –se
supone que secundado necesariamente por París– quedaría prácticamente toda la
Europa central y occidental (“la mayor parte de los países protestantes y
católicos”, explicita), incluida Estonia y con la excepción de Finlandia, país
que considera dentro de la esfera rusa y que, de hecho, estuvo durante largo
tiempo bajo su tutela. Los otros dos países bálticos, Letonia y Lituania, así
como Polonia, tendrían un “estatus especial”. Sólo el Reino Unido, entregado a
Estados Unidos, quedaría al margen...
Bajo el dominio ruso deberían
quedar según Duguin los antiguos países que integraron la URSS –cuyos estados
considera “construcciones políticas efímeras”– y en especial Ucrania, país que
a su juicio no tiene razón de existir y cuya independencia representa un
“peligro enorme” para su proyecto. Pero no acaba aquí. Bajo la órbita rusa
deberían acabar cayendo también los Balcanes ortodoxos, con Serbia como pivote
central: Rumanía, Bulgaria, Montenegro, la parte serbia de Bosnia, Macedonia y
Grecia (muchos de ellos integrados hoy en la UE y la OTAN)
Claro que todo esto no sería
más que un arreglo temporal, puesto que el verdadero y último objetivo de Rusia
debería ser, según el líder intelectual del nuevo eurasianismo, quedarse con
todo: “La tarea máxima es la finlandización de toda Europa”. Esto es, su
sometimiento.
Parecen los desvaríos de un
perturbado, las ensoñaciones mesiánicas de un loco. Pero no habla en el vacío.
Duguin no es un hombre del Kremlin, ni mucho menos el oráculo de Vladímir Putin
como se le ha querido presentar. Pero el presidente ruso parece compartir en
gran medida su visión geopolítica. Y aplica algunas de sus recetas casi al pie
de la letra.
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