lunes, 17 de octubre de 2022

El Waterloo de Putin


@Lluis_Uria

Hay que ver sus rostros, algunos esculpidos ya por la edad. Sus gestos escasamente marciales, sus miradas de fatiga y resignación. Son los conscriptos de Vladímir Putin, los 300.000 reservistas que están siendo movilizados a toda prisa para enviar a Ucrania y tratar de evitar una humillación militar. Para intentar salvarle la cara también al presidente ruso, que cuando el 24 de febrero ordenó la invasión del país vecino cometió el mayor error de su vida (además de un crimen). Un desatino que, según una extendida opinión entre observadores y analistas, le va a conducir indefectiblemente a la derrota.  Sin remedio.

La variopinta y desmotivada tropa que el ejército ruso se dispone a enviar al campo de batalla –en su mayoría, de las clases más modestas, las regiones más alejadas, las minorías más menospreciadas de Rusia– no parece que vaya a ser capaz de revertir la situación actual, marcada por una exitosa contraofensiva ucraniana. Son carne de cañón. Vidas que  serán sacrificadas para nada.

La guerra de Ucrania ha tomado en las últimas semanas un derrotero inesperado. El ejército invasor no sólo  no avanza en la consecución de sus objetivos militares –no controla al completo ninguna de las provincias formalmente anexionadas–, sino que se bate en retirada ante el empuje del ejército ucraniano: mucho más motivado, mejor equipado –con modernas y efectivas armas occidentales– y mejor dirigido que su adversario. El ejército ruso, que todo el mundo creía un gigante, se ha revelado una ficción. Fracasó en el intento de tomar Kyiv y está fracasando ahora en el Donbass y en el sur. Y los expertos militares occidentales dudan mucho de que los refuerzos puedan revertir la dinámica actual. Lo cual no quiere decir que la guerra vaya a acabar en dos días.

El malestar en Rusia por el giro que han dado los acontecimientos es evidente y desborda los estrechos márgenes que marcan la censura y la propaganda. El recurso a la movilización “parcial” –como se ha presentado–, ha llevado la guerra a los hogares rusos, hasta ahora amparados en la ficción de la “operación militar especial”. Cientos de miles de hombres en edad de ser reclutados han abandonado el país por sus fronteras terrestres hacia Finlandia, Georgia o Kazajistán –¡hasta en pateras hacia Alaska atravesando el estrecho de Bering!– para evitar ir al frente.

Mientras, la frustración y el descontento crecen entre los aliados ultranacionalistas de Putin, quienes –con el líder checheno Ramzán Kadírov a la cabeza– reclaman medidas radicales y castigos ejemplares para los responsables del desastre (sin cuestionar al líder, por ahora)

“Rusia está perdiendo la guerra  y la decisión de movilizar al país está condenada antes de empezar”, opinaba esta semana Doug Klain, del Eurasia Center (adscrito al Atlantic Council) en Foreign Policy. No es, ni de lejos, el único que piensa así. El general norteamericano ya retirado David Petraeus, veterano de Irak y Afganistán, y ex jefe de la CIA, declaró hace una semana en ABC News que, a su juicio, “la realidad en el campo de batalla a la que se enfrenta (Putin) es irreversible”. El pensador Francis Fukuyama, el profeta del fin de la historia, vaticinaba a su vez  un gran “colapso ruso” en los próximos días...

“Putin ahora no puede parar, sería humillante para él. Pero eso no le salvará de la derrota. De hecho, Putin ya ha perdido”, opina por su parte el politólogo francés Gérard Grunberg, que esta semana ha estado en Barcelona invitado por el Institut de Ciències Polítiques i Socials (ICPS). Y la derrota  en Ucrania supondrá, a su juicio, la más que probable caída del líder ruso: “No creo que Putin pueda sobrevivir a lo que a va a ser su Waterloo”, dice.

Ahí está justamente el mayor peligro. Que, acorralado, comprometida su propia supervivencia política –y quien sabe si también la personal–, Putin pueda decidir lo inimaginable. Es decir, utilizar la bomba atómica. Algo con lo que ha amenazado ya reiteradas veces, con el aviso último de que “no se trata de un farol”. Desde luego, nadie se lo toma a broma. Y el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, ha llegado a hablar –un poco dramáticamente– de la proximidad de “un Armagedón nuclear”. El apocalipsis, el fin del mundo...

Los expertos occidentales creen plausible que Putin pueda llegar a ordenar el uso de un arma nuclear táctica –con una potencia similar a la bomba atómica lanzada por EE.UU. sobre Hiroshima en 1945– si se ve enfrentado a una derrota inminente. El objetivo podría ser una gran concentración de tropas del enemigo –lo más lógico desde el punto de vista militar–, o una ciudad... Una decisión así tendría gravísimas consecuencias, también para Rusia. Pero, vista la actuación hasta ahora del presidente ruso, nada es descartable.

Si eso llegara a producirse, Washington ya ha advertido pública y privadamente a Moscú que ello comportaría –en palabras del consejero nacional de Seguridad, Jake Sullivan– “consecuencias catastróficas para Rusia”. Las represalias militares norteamericanas, según se ha filtrado,  serían contundentes –destrucción de bases militares rusas, hundimiento de la flota del mar Negro...–, aunque en principio no utilizarían armas nucleares. Poco importa. Rusia y EE.UU. estarían entonces en guerra. Y habría saltado el último cerrojo.

El 22 de junio de 1815, siete días después de caer derrotado en la batalla de Waterloo frente a las potencias europeas –su último y desesperado intento de retomar el poder–, Napoleón abdicó definitivamente. “Me ofrezco en sacrificio al odio de los enemigos de Francia”, declaró. ¿Será capaz Putin de una capitulación semejante?



No hay comentarios:

Publicar un comentario