domingo, 4 de diciembre de 2022

Los locos de la colina


@Lluis_Uria

Mientras en Francia los revolucionarios instauraban el régimen del Terror, en septiembre de 1793, en Estados Unidos el presidente George Washington ponía la primera piedra del Capitolio, el edificio que debía albergar la sede de la democracia americana. El fundador eligió como emplazamiento una suave colina en el centro de la nueva capital federal: Capitol Hill.

Las guías turísticas de la ciudad subrayan dos hitos en su historia: el incendio por parte de las tropas británicas en la guerra de 1812-1814, y el asalto golpista instigado por el entonces presidente saliente, Donald Trump, el 6 de enero del 2021 para tratar de impedir el traspaso del poder al presidente electo, Joe Biden. La democracia estadounidense se encuentra bajo asedio desde entonces.

Ahora, algunos de quienes alentaron o justificaron el asalto al Congreso se pasearán bajo la gran cúpula del Capitolio como congresistas. Y tendrán en su mano la mayoría de la Cámara de Representantes (no así del Senado). El resultado de las elecciones legislativas del día 8 podía haber sido más inquietante. Los republicanos se han quedado muy lejos de sus expectativas, y los demócratas –a pesar de que las elecciones midterm son tradicionalmente desfavorables al partido gobernante– no han obtenido un balance tan adverso. De haberse producido la ola roja (por el color de los republicanos) que vaticinaba Trump, la situación sería ahora mucho más comprometida. Y no ya para Joe Biden, sino para la propia república.

La extraordinaria movilización de amplios segmentos del electorado –los jóvenes, las mujeres en defensa del derecho al aborto...– ha permitido a los demócratas evitar el peor escenario. Y, sobre todo, ha bloqueado en estados cruciales el ascenso a los puestos de gobernadores y secretarios de Estado de algunos de los más conspicuos negacionistas (deniers) de la derrota de Trump en el 2020, que atribuyen contra toda evidencia a un fraude organizado. Había una acción concertada para tratar de controlar las instancias oficiales de recuento de sufragios en aquellos estados donde se jugará el desenlace de las elecciones presidenciales del 2024 y poder así anular las votaciones adversas.

Los republicanos llevan tiempo tratando de echar el cerrojo a la democracia norteamericana –rediseño de circunscripciones electorales en beneficio propio, control del Tribunal Supremo...– y este pretendía ser otro eslabón de la cadena.

El voto popular ha bloqueado esta última maniobra, al deshacerse de la mayor parte de los candidatos trumpistas –algunos, verdaderos energúmenos– en los lugares más delicados. Pero no ha podido evitar que decenas de “candidatos MAGA” (por las siglas del lema de Trump: “Make America great again”) hayan llegado al Congreso. Se trata de un universo de fanáticos y extremistas que cuestionan la legitimidad del presidente y de las instituciones, presentan a los demócratas como enemigos de la patria a los que hay que destruir y justifican la violencia política. 

Hay al menos una cuarentena de ellos en el Congreso, agrupados en torno al grupo Freedom Caucus, entre los cuales hay iluminados que abonan las teorías conspirativas más aberrantes. Como la congresista Marjorie Taylor Greene, representante de Georgia y llamada a papeles relevantes en esta legislatura, quien sostiene la patraña de que los demócratas integran una red satánica de pedófilos.

Biden va a sufrir los próximos dos años con una Cámara de Representantes de mayoría republicana y una potente ala ultra determinada a abortar cualquier intento de compromiso. Limitaciones a los presupuestos y al techo de endeudamiento, amén de comisiones de investigación de todo tipo, pueden coartar notablemente la acción de su Gobierno.

Es cierto que los republicanos están divididos. Y que el magro resultado de las elecciones ha suscitado críticas abiertas al todopoderoso líder, a quien algunos querrían ver fuera de la carrera presidencial del 2024 (su propio exvicepresidente, Mike Pence, ha señalado que habrá “mejores opciones”). Pero las asilvestradas bases del partido republicano, convertido en una fuerza de extrema derecha, no comparten las objeciones del establishment.

Consciente de que una parte de los suyos desearían enterrarle definitivamente, Trump se ha lanzado ya a la arena y ha anunciado –con una antelación inédita– su candidatura para dentro de dos años. Hay quienes confían –o quieren confiar– en que el partido republicano le acabará apartando de la carrera, habida cuenta de sus malos resultados (the biggest loser, “el mayor perdedor”, le adjetivó The Wall Street Journal). Pero en el 2016, cuando solo era un jinete solitario, ya no pudieron con él. Y tras el asalto al Capitolio, a pesar de las evidencias en su contra, ni se atrevieron.

¿Podrían detenerle justamente las amenazas judiciales que penden sobre su cabeza? Hay varios casos que pueden llevarle a juicio, desde el propio asalto al Capitolio hasta la usurpación de documentos clasificados, pasando por sus actividades empresariales. Cualquiera de ellos podría hacerle descarrilar. A no ser que su candidatura actúe al final como un cortafuegos.

En todo caso, las alborotadas bases electorales republicanas están con él, a ciegas, como demostraron las primarias que se celebraron en todo el país para elegir a los candidatos republicanos del 8-N. “Tengo a la gente más leal, ¿alguna vez habéis visto algo así? Podría pararme en la Quinta Avenida y disparar a la gente y no perdería votantes”, dijo –fanfarrón como es– cuando optaba a ser candidato en el 2016. Era así entonces. Hoy lo es más que nunca.



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