domingo, 17 de diciembre de 2023

‘Frankenstein’ en Varsovia


@Lluis_Uria

En Europa, quien más quien menos se reivindica como la cuna de la democracia moderna. Basta desempolvar viejas leyes o instituciones medievales –de cuando los monarcas todavía no eran absolutistas y debían hacer frente a límites y contrapesos– para sustentar una candidatura. Por estos lares, sin ir más lejos, podemos elegir entre los usatges en Catalunya, las Cortes de León  o la Ley Perpetua de los Comuneros de Castilla... Si extendiéramos la búsqueda a toda Europa, el catálogo debería empezar forzosamente por el añejo parlamento de Inglaterra.

En Polonia, que también se presenta como uno de los focos originales de las libertades en el continente, tienen su propio referente medieval: la Neminem captivabimus, una ley promulgada en 1433 por la cual nadie podía ser encarcelado sin un veredicto judicial válido. En todo caso, sin ir tan lejos en el tiempo, lo que sí es cierto es que Polonia fue uno de los primeros países europeos en instaurar un régimen parlamentario y de separación de poderes análogo a los que conocemos hoy. Lo hizo a través de la Constitución del 3 de mayo de 1791, aprobada cuatro años después de la americana (1787) pero unos meses antes de la francesa y con casi una década de antelación respecto a la Constitución de Cádiz (1812)

La Carta Magna polaca, que entonces se extendía al antiguo Ducado de Lituania, tuvo una fugaz existencia: sucumbió  dos años después, a raíz del hundimiento de la propia Polonia, con la partición y la severa amputación de su territorio por parte de sus vecinos, Prusia y Rusia.

El todavía primer ministro polaco, Mateusz Morawiecki, publicó en mayo un artículo reivindicando la herencia democrática de la Constitución de 1791 y sus principios fundamentales: “el derecho, la libertad y el cristianismo”. Lo cual no deja de ser paradójico, o directamente hipócrita, viniendo de uno de los máximos representantes del partido –el ultraconservador y nacional-católico Ley y Justicia (PiS)– que más ha hecho por adulterar y erosionar la democracia en Polonia, y en especial la independencia judicial, hasta el punto de haber sido amonestado y sancionado por la Unión Europea.

Durante los últimos ocho años en el poder, la fuerza política liderada por el populista Jaroslaw Kaczynski –viceprimer ministro pero verdadero hombre fuerte–, ha tratado de controlar los medios de comunicación, coaccionar a la oposición y maniatar a la justicia, con un paquete de medidas que en la práctica han sometido al poder judicial. Estos últimos años la Justicia europea ha tumbado, una tras otra, las reformas judiciales del Gobierno polaco –creación de una Cámara Disciplinaria Judicial, nuevo sistema de designación del Consejo de la Magistratura...–, al que acusa de atentar contra los principios del Estado de derecho. Y Bruselas tiene bloqueados más de 34.000 millones de euros de los fondos de recuperación Next Generation que le corresponden a Polonia por su contumacia en este terreno. Ahora, todo esto va a empezar a cambiar.

La resistencia al giro autoritario del gobierno nacionalista la iniciaron las grandes ciudades del país, ganadas para la oposición en 2018 y encabezadas por el alcalde de Varsovia, el europeísta Rafal Trzaskowski (premiado este año por el Cercle d’Economia por su compromiso con la construcción europea, la defensa del Estado de derecho y los derechos de las minorías y la acogida a los refugiados)

El movimiento fue ganando amplitud hasta culminar en la victoria de la oposición en las elecciones del pasado 15 de octubre, a pesar de las furibundas campañas contra su principal líder, Donald Tusk –ex primer ministro de Polonia (2007-2014) y expresidente del Consejo Europeo (2014-2019)–, a quien acusaban de ser un títere de Berlín y de Moscú (y cuya candidatura trataron de hacer capotar con una ley específica)

El 15 de octubre, el PiS fue el partido más votado, pero perdió la mayoría absoluta en la Cámara baja (Sejm) –donde obtuvo 194 escaños frente a 248 de la oposición– y el Senado. Haciendo caso omiso del resultado, el presidente Andrzej Duda (PiS) encargó de nuevo el Gobierno a Mateusz Morawiecki, al grito de “Donald Tusk no será mi primer  ministro”. Pero la maniobra, a no ser que se produzca un golpe de mano, tiene poco recorrido. Morawiecki perderá mañana el voto de confianza del Parlamento, lo que abocará al jefe del Estado a pasar el testigo a la oposición.

La responsabilidad de devolver Polonia a la senda democrática correrá a cargo de un auténtico gobierno Frankenstien, por recurrir a la jerga política española, integrado por una decena de formaciones políticas de todos los colores agrupadas en tres bloques: la Plataforma Cívica (KO, liberal) de Tusk, la Tercera Vía (formada por el democristiano Polonia 2050 y el partido campesino PSL) y la Nueva Izquierda (Nowa Lewica, socialdemócrata). Todos estos grupos firmaron el 10 de noviembre un acuerdo de gobierno de 24 puntos en el que se comprometen a restaurar el Estado de derecho y fortalecer la posición del país en la UE y la OTAN. A partir de aquí, las diferencias –como en el tema del aborto– no son pocas.

La oposición, que tiene el control del Parlamento, ha tomado ya sus primeras iniciativas, entre ellas nombrar a sus nuevos representantes en el Consejo de la Magistratura –lo que contrarresta, sin llegar a alterar, la actual mayoría nacionalista–. El camino no será fácil. Y, por si alguien tenía alguna sospecha, el presidente Duda –aplicando la legislación aún vigente– nombró este jueves a 76 nuevos jueces, entre ellos media docena del Tribunal Supremo. El pulso acaba de empezar.


No hay comentarios:

Publicar un comentario