A última hora del martes 17 de octubre Joe Biden subió al Air Force One y puso rumbo hacia Israel, con el objetivo de tratar de contener los efectos de la guerra de Gaza y evitar su propagación a toda la región. En el mismo momento de subir por la escalerilla del avión ya sabía que su viaje, políticamente arriesgado, iba a ser un fracaso. Poco antes de partir, el rey de Jordania, Abdalah II, había cancelado la cumbre que al día siguiente debía reunirle con el presidente de Estados Unidos y los líderes de Egipto, Abdul Fatah al Sisi, y la Autoridad Palestina, Mahmud Abas, para abordar la crisis de Gaza. Abortada la cumbre, el viaje de Biden tenía un único destino: Tel Aviv.
La anulación del encuentro fue justificada por el monarca jordano por
el bombardeo del hospital Al Ahli de Gaza, del que se acusó a Israel y en el
que supuestamente murieron cientos de personas. En el fondo, poco importa el
motivo. El desaire diplomático fue mayúsculo. El portazo puso en evidencia la
falta de autoridad de Washington, cuya hegemonía es cada vez más contestada, y
arruinó definitivamente el intento de Biden de mostrar un aparente equilibrio
en el conflicto.
Durante las siete horas que pasó en Tierra Santa, Biden expresó su
solidaridad con el pueblo judío por el ataque terrorista de Hamas y reiteró el
firme compromiso de EE.UU. con la seguridad de Israel. Y todo lo más que pudo
arrancar del primer ministro israelí, Beniamin Netanyahu, fue la creación de
corredores humanitarios para facilitar la evacuación hacia el sur de la
población civil palestina que huía de los bombardeos en el norte de Gaza y
abrir la vía a la ayuda humanitaria.
Biden instó a su interlocutor a no dejarse llevar por la rabia y a
aprender de los errores de EE.UU. tras los atentados del 11-S del 2001
(recordémoslo: la guerra lanzada como represalia contra el régimen de los
talibanes en Afganistán duró veinte años, causó decenas de miles de muertos y
acabó con la retirada norteamericana y el retorno de los islamistas al poder
como si nada hubiera pasado). Pero estaba claro que no le iba a escuchar.
Israel ha decidido lanzar una invasión militar de Gaza que tiene todos los
visos de acabar enfangada en el mismo lodazal de Afganistán, y de nada están
sirviendo las advertencias de casi todos los analistas.
El alineamiento de EE.UU. y Europa con Israel –con todos los matices
que se hayan introducido en Washington y Bruselas sobre el respeto a los
civiles– ha suscitado la incomprensión y el rechazo de los países árabes, que
acusan a EE.UU. y sus aliados de tratar a israelíes y palestinos con un doble
rasero. Y ha abierto una nueva grieta en la fractura que separa a los países
occidentales del resto del mundo y, particularmente, del llamado Sur Global. El
mundo no ha seguido a los occidentales en su enfrentamiento con la Rusia de
Vladímir Putin por la invasión de Ucrania (¿acaso no hicieron lo mismo los
estadounidenses en Irak en el 2003?) ni en el pulso económico y diplomático que
mantienen con la China de Xi Jinping. Tampoco lo van a hacer ahora en defensa
de Israel.
El sentimiento antifrancés que se ha ido extendiendo últimamente en
algunos países de África central y occidental se ha analizado preferentemente
como una consecuencia de la política neocolonialista de Francia, pero quizá
responda también a un mismo contexto global. Occidente está solo. Más solo que
la una. Y quizá debería preguntarse por qué.
Una palabra ha empezado a ser de uso común entre los especialistas para
explicar esta desafección: resentimiento. El politólogo francés Michel Duclos
lo atribuye a la arbitrariedad occidental a la hora de decidir quién, y en qué
circunstancias, tiene derecho a recurrir a la fuerza en las relaciones
internacionales. La ley del embudo...
Para Mark Suzman, CEO de la Fundación Bill y Melinda Gates, este resentimiento
tiene sus raíces en el incumplimiento por parte de los países desarrollados de
sus compromisos respecto a la distribución mundial de las vacunas contra la
covid, así como en las ayudas para mitigar los efectos del cambio climático. En
un artículo publicado en Foreign Affairs a principios de septiembre, Suzman
citaba una declaración del presidente de Sudáfrica, Cyril Ramaphosa, en la
cumbre New Global Financing Pact celebrada en París en junio pasado: “Los
países del hemisferio Norte las estaban acaparando (las vacunas) y no quisieron
liberarlas en el momento en que más las necesitábamos. Eso generó decepción y
resentimiento en nosotros, porque sentimos como si la vida en el hemisferio
Norte fuera mucho más importante que la vida en el Sur Global”.
Mientras las bombas israelíes caen sobre Gaza, Rusia y China tratan de
obtener el máximo beneficio de la nueva situación, que debilita la posición
norteamericana en el mundo. A Putin en particular, la crisis le ofrece un
inesperado respiro: la guerra de Ucrania prácticamente ha desaparecido del
radar mediático y político.
En todo caso, lo que el ex primer ministro francés Dominique de
Villepin llama “occidentalismo” –esto
es, la idea de que Occidente es el que
marca la pauta y los demás siguen– puede darse por caduco.
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