domingo, 6 de agosto de 2023

¡A las armas, ciudadanos!


@Lluis_Uria

"El patriotismo es amar a su país, el nacionalismo es detestar el de los otros”, dijo una vez el general De Gaulle. Es una máxima que ha hecho fortuna, pero que a duras penas oculta el hecho de que la frontera que separa ambos conceptos es extremadamente fina y porosa. La Historia demuestra que tarde o temprano la patria acaba cobrándose en sangre –la de sus propios hijos y la de los adversarios– el tributo de  lealtad y amor que exige. Algo que los himnos nacionales, sobre todo los más antiguos, compuestos muchos de ellos en los siglos XVIII y XIX originalmente como cantos patrióticos y de guerra, no se recatan en recordar. Sus letras hablan de muerte y violencia. Cuando no reflejan un odio añejo y visceral.

Su revisión siempre genera vivos debates. No había ninguna aversión explícita a la antigua potencia colonial, Francia, en el hasta ahora vigente himno  nacional de Níger –La Nigerìènne–, no en vano había sido compuesto en 1961, tras la independencia, por un francés, Maurice Albert. Más bien al contrario, había un verso particularmente odioso para los nigerinos en que parecía loarse la benevolencia de la antigua metrópolis: “Sintámonos orgullosos y agradecidos por esta libertad nueva”, rezaba.

Ya no. El pasado día 22, la Asamblea Nacional de Níger aprobó por unanimidad  un nuevo himno –El honor de la patria– donde el agradecimiento al antiguo explotador ha desaparecido y por el que se intenta fomentar el patriotismo de la población: “Encarnemos el valor y la perseverancia, y todas las virtudes de nuestros dignos ancestros –dice ahora–, guerreros intrépidos, determinados y orgullosos, defendamos la patria al precio de nuestra sangre”. Si el himno anterior era más bien pacifista, este retoma la tradición belicosa de los cantos nacionales.

A diferencia de Níger, en Argelia el himno nacional –Kassaman, compuesto en 1955 por el militante nacionalista Moufdi Zakaria desde su prisión de Argel– es más bien poco amable con Francia, a la que se cita explícitamente –algo extremadamente inusual– en su tercera estrofa: “¡Oh, Francia! El tiempo de las palabras se ha acabado. Lo hemos cerrado como se cierra un libro. ¡Oh, Francia! ha llegado el día en que rindas cuentas...”. Hasta ahora, esta controvertida estrofa era raramente escuchada, pues era de uso más común una versión reducida del texto que la obviaba. Curiosamente, mientras en Niamey se borraba el pasado colonial del canto nacional, el presidente de Argelia, Abdelmadjid Tebboune, firmaba un decreto que amplía la lista de eventos en que debe escucharse la versión íntegra del himno argelino. Lo que ha sentado como una patada en París...

A quienes han amagado algún tipo de  protesta –prudente, la ministra francesa de Exteriores, Catherine Colonna ha considerado que tal decisión venía “a contratiempo”–, se les ha recordado la violencia que tiñe también la letra de La Marsellesa. Lo cual no deja de ser cierto y es periódicamente objeto de debate en Francia, donde hay quienes consideran conveniente adaptar el himno a la realidad del mundo de hoy. Y, en particular, ahorrar a los escolares de primaria tener que cantar cosas como “¿Escucháis en los campos bramar a esos feroces soldados? Vienen hasta vuestros brazos a degollar a vuestros hijos, vuestras compañeras”,  o el célebre pasaje “¡A las armas, ciudadanos! ¡Formad vuestros batallones! ¡Marchemos, marchemos! ¡Que una sangre impura riegue nuestros surcos!”.

Pero hay algo más que violencia en La Marsellesa. Hay un señalamiento del enemigo. El himno, compuesto en Estrasburgo en 1792 por el capitán Claude-Joseph Rouget de Lisle, fue concebido como una canción de guerra para el Ejército del Rhin y los “feroces soldados” a los que alude no son otros que los prusianos reagrupados al otro lado de la frontera, dentro de la coalición de las monarquías absolutas europeas, para atacar a la Francia revolucionaria (el nombre de La Marsellesa se debe a que la primera vez que fue escuchada en París fue casualmente en las voces de los voluntarios marselleses que se dirigían al frente)

Después vendría Napoleón a tratar de liberar a sangre y fuego a los alemanes del Antiguo Régimen. De ahí que durante el tiempo previo a la unificación, Alemania tuviera como himno oficioso una canción patriótica, Des Deutschen Vaterland (La patria de los alemanes), escrita por el poeta nacionalista Ernst Moritz en 1813, que incubaba una animadversión similar en sentido inverso: “Esa es la patria del alemán, donde la ira aniquila la basura extranjera, donde cada francés se llama enemigo, donde cada alemán se llama amigo”. La atormentada historia del país ha hecho que el himno contemporáneo Das Deutschlandlied (La canción de Alemania) –instaurado en 1922, suspendido tras la Segunda Guerra Mundial  y recuperado en 1952– se limite a una sola estrofa, que habla de unidad, justicia y libertad. Y se haya eliminado el arranque que deleitaba a los nazis: “Alemania, Alemania por encima de todo...”

Los cantos patrióticos y el ardor guerrero van tradicionalmente de la mano. Salvo en un puñado de casos en todo el mundo en que el himno, como en el caso de España, carece de letra. Y no por falta de iniciativas. De Eduardo Marquina a José María Pemán,  pasando por Marta Sánchez, en el último siglo ha habido diversos intentos –con mejor inspiración unos, con patéticos resultados otros– de dotar de contenido a la Marcha Real. Sin éxito. Compuesta originalmente en 1761 como Marcha de Granaderos, sus aires castrenses, sin embargo, la delatan.


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