domingo, 24 de septiembre de 2023

El final del imperio americano


@Lluis_Uria

Estamos en el año 2002. Tras la invasión de Afganistán, en represalia por los atentados del 11-S, Estados Unidos planea atacar a Irak y derrocar el régimen de Sadam Husein bajo el pretexto –que se demostrará falso– de que produce armas de destrucción masiva. Algunos de sus aliados no lo ven claro y Francia llegará a vetar el aval de la ONU en el Consejo de Seguridad. Pero eso no arredra a Washington, que en el 2003 lanzará la invasión. En una conversación con Ron Suskind, periodista de The New York Times, un alto cargo de la Administración  de George W. Bush afirma, jactancioso: “Ahora somos un imperio y, cuando actuamos, creamos nuestra propia realidad”.

Ebrio de arrogancia tras la caída del comunismo y el  desmembramiento de la URSS, huérfano de un oponente capaz de contestar su hegemonía mundial, el imperio estaba a punto de darse una castaña fenomenal. Afganistán e Irak iban a ser, a la larga, dos fiascos  que iban a arruinar la credibilidad internacional de EE.UU. y poner en cuestión su papel como superpoder universal. Hoy, los países emergentes, con China a la cabeza, se han organizado para contrarrestar su preeminencia y esbozar un nuevo orden mundial.

El dominio americano de las últimas siete décadas es la consecuencia de su inapelable victoria en la Segunda Guerra Mundial. Pero también, y sobre todo, de una voluntad de supremacía cuyas líneas estratégicas fueron definidas bajo la presidencia de Harry Truman y han perdurado hasta la actualidad.  La biblia de esta estrategia, el documento que definió los ejes de la política exterior del nuevo gigante, tiene un nombre en clave: NSC-68.

Elaborado en 1950 por un equipo dirigido por el entonces director de planificación del Departamento de Estado, Paul Nitze, y titulado Objetivos y programas de Estados Unidos para la seguridad nacional, es según el propio servicio exterior norteamericano “uno de los documentos más influyentes redactados por el gobierno de EE.UU. durante la guerra fría”. En sus 58 páginas, el memorándum –declarado top secret y no desclasificado hasta 1975– describía en términos dramáticos la amenaza de la Unión Soviética y planteaba la necesidad de que EE.UU. abordara la “rápida construcción de la fuerza política, económica y militar del mundo libre”, desde la convicción de que el país tenía  “la responsabilidad del liderazgo mundial”.

No todo el mundo estaba de acuerdo con esta visión, pero la invasión de Corea del Sur por los comunistas norcoreanos, con apoyo chino y soviético, acabó de decantar el debate. Como resultado, la Administración Truman casi triplicó el gasto de defensa entre 1950 y 1953 (del 5% al 14,2% del PIB). Y estableció la base doctrinal que conduciría diez años después a la fallida intervención en Vietnam.

“El problema es que EE.UU. vincula (desde ese momento) sus intereses vitales con su posición de poder en el mundo. Como consecuencia, el dominio militar se convierte en un fin en sí mismo”, señalaba el historiador Stephen Wertheim (autor del libro Tomorrow, the World) en una entrevista con el Washington Post en 2020.

El politólogo Andrew J. Bacevich, de la Universidad de Boston, expresaba parecida opinión en un artículo del pasado marzo en Foreign Affairs, donde constataba que, “atrapado por falsos sueños de hegemonía”, Washington seguía aferrándose obstinadamente a una doctrina que no funciona, y llamaba a elaborar un nuevo enfoque estratégico que reemplace “el paradigma zombi del NSC-68”.

Ensoñaciones aparte, lo cierto es que la realidad ya no la crea el imperio. EE.UU. sigue siendo una superpotencia política, económica y militar. Pero su supremacía está más contestada que nunca. La resistencia de los países del llamado Sur Global a seguir la política de sanciones contra Rusia marcada por Washington en represalia por la guerra de Ucrania es una muestra de su pérdida de peso.

Un nuevo orden mundial se está configurando. Y no es exactamente el que aplaudió con optimismo  el ex primer ministro británico Gordon Brown cuando, forzado por la crisis financiera del 2008, se activó el grupo G-20, que reúne a países desarrollados y emergentes con el objetivo de coordinar políticas económicas y monetarias. Parecía que se abría una nueva etapa basada en la cooperación internacional y el refuerzo de las instancias multilaterales. Pero no ha sido exactamente así. El G-20 sigue siendo un foro necesario, pero no se ha convertido en  el epicentro de ese nuevo orden. Y la clamorosa ausencia del presidente chino, Xi Jinping, en la última cumbre de los días 9 y 10 en Nueva Delhi no hace sino confirmarlo.

Al calor de la rivalidad sistémica entre EE.UU. y China, ha aparecido con fuerza un nuevo actor internacional: se trata del grupo de los BRICS, cuya  principal vocación es hacer de contrapeso al G-7 de Washington y sus aliados en Europa y Asia. Fundado por Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica, el grupo se ha ampliado recientemente –en un gesto de fuerte simbolismo– con la incorporación de Arabia Saudí, Argentina, Egipto, Emiratos Árabes Unidos, Etiopía e Irán, que juntos reúnen al 46% de la población y el 30% del PIB mundial.

El de los BRICS es un grupo heterogéneo, con regímenes políticos dispares –mayoritariamente autocráticos–, intereses económicos discordantes e incluso rivalidades internas notorias –entre China e India–,  que difícilmente puede aspirar a desalojar a EE.UU. de su posición. Pero que sí empieza a tener la suficiente fuerza como para rechazar el diktat americano y establecer un nuevo polo de poder. El imperio está dando sus últimas boqueadas.


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