domingo, 31 de diciembre de 2023

Y después de destruir Gaza... ¿qué?


@Lluis_Uria

Israel parece un toro embistiendo a ciegas, arrollándolo todo a su paso sin saber a dónde va. Desde que lanzó su ofensiva militar para aniquilar a la organización terrorista Hamas, en represalia por el salvaje ataque del 7 de octubre contra el sur de Israel –en el que 1.200 personas, la mayoría civiles, fueron asesinadas y otras 240, secuestradas–, Gaza se ha convertido en un infierno. Más de  20.000 palestinos –la mayoría también civiles, muchos niños entre ellos– han muerto y cientos de miles –el 85% de los 1,9 millones de habitantes de la franja, según la ONU– han abandonado sus hogares huyendo de los bombardeos y los combates, asediados por el hambre. Miles de edificios han sido destruidos o dañados. Cuando la guerra llegue a su fin, no quedará nada en pie.

Sin duda, las operaciones militares responden a una estrategia. Pero más allá de eso, ¿qué hay? Aparentemente nada, ningún plan, ninguna visión política. Israel se ha lanzado a la venganza sin pensar en el día después. Y si alguien lo ha pensado, quizá sea un plan inconfesable: la expulsión de los palestinos de Gaza, el retorno de las colonias judías desmanteladas unilateralmente por Ariel Sharon en la “desconexión” del año 2005. Hay quien lo sospecha, así en la ONU como entre los vecinos países árabes, donde temen un éxodo incontrolado de refugiados palestinos hacia Egipto.

La expulsión de los palestinos de Gaza, que los fundamentalistas judíos defienden abiertamente, significaría el entierro, por la fuerza de los hechos y de las armas, de la solución de los dos estados establecida por la ONU y presentida en los acuerdos de Oslo de 1993. La hostilidad de Netanyahu a la creación de un Estado palestino junto a Israel es de sobra conocida. Y todos sus movimientos hasta ahora han tenido como objetivo hacerlo inviable, como confirma la proliferación de nuevos asentamientos en Cisjordania en los últimos años y, más recientemente, el hostigamiento violento de los campesinos palestinos por los colonos extremistas –con el apoyo vergonzante del ejército– para expulsarlos de sus tierras.

Cuando la guerra contra Hamas acabe –lo que, según el propio ejército israelí, llevará meses–, solo quedará un campo de ruinas. Y un resentimiento y un odio inmensos. Hamas será derrotada, pero la brutal guerra de Gaza alimentará la aparición de nuevas generaciones de combatientes palestinos. Israel nunca conseguirá así la paz y la seguridad que anhela. Y, por el camino, habrá perdido su alma.

En estas últimas once semanas, el gobierno de extrema derecha dirigido por Beniamin Netanyahu ha arruinado ante el mundo todo su capital político, su legitimidad moral. Ni siquiera su más firme y fiel aliado, Estados Unidos, avala –aunque hasta ahora la haya tolerado a regañadientes– su actuación. El propio presidente Joe Biden le ha reprochado en público los bombardeos indiscriminados en Gaza y la enorme cantidad de víctimas civiles que siguen causando(la mitad de las casi 30.000 bombas lanzadas hasta hoy no eran guiadas, según la inteligencia norteamericana). La muerte de tres rehenes israelíes, que ondeaban bandera blanca, a manos de su propio ejército muestra a las claras el modus operandi: primero disparar y después preguntar.

Washington, el gran puntal de Israel en el mundo, donde cada vez está más aislado –como puede verse recurrentemente en la ONU–, teme verse arrastrado por el descrédito en un momento en que su papel como potencia hegemónica es más contestado que nunca. Y presiona para abrir una nueva fase de la guerra más selectiva, más digerible. Pero Netanyahu, cuyo objetivo principal es su supervivencia política, hace oídos sordos e intenta ganar tiempo, en la esperanza –que comparte con el presidente ruso, Vladímir Putin, embarrancado en la guerra de Ucrania– de que una victoria de Donald Trump en las elecciones del 2004 cambie por completo el escenario.

EE.UU. tiene en sus manos el arma definitiva para doblegar a su díscolo aliado: su decisiva ayuda económica y militar, evaluada por al Grupo Eurasia en 160.000 millones de dólares desde la fundación del Estado de Israel en 1948. Pero eso sería, simbólicamente, como apretar el botón nuclear.

Washington multiplica mientras tanto sus gestiones pensando en el día después, tratando de conseguir que, tras la guerra –y después de un periodo de transición por determinar–, el gobierno de Gaza sea asumido por la Autoridad Nacional Palestina (ANP), expulsada de la franja en 2006 por los islamistas de Hamas (lo que pasaría inevitablemente por remozar la desprestigiada institución que hoy dirige el octogenario Mahmud Abas). Su apuesta es clara: reactivar la solución de los dos estados. Pero Netanyahu, quien había jugado a aprendiz de brujo fomentando a Hamas en detrimento de la ANP justamente para mantener divididos a los palestinos, no quiere ni escucharlo. De hecho, no quiere nada que signifique reforzar el camino hacia un Estado palestino.

Y, sin embargo, por difícil que sea, ¿qué otra alternativa hay? La que sueñan los ultras mesiánicos que están hoy en el Gobierno de Israel –esto es, quedarse todo el territorio entre el mar y el Jordán– implicaría reforzar y mantener in aeternum la ocupación y el sometimiento de los palestinos. Y convertiría a Israel en lo más parecido a la Sudáfrica del apartheid.


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