@Lluis_Uria
Perdido en un pequeño pueblo en las montañas de Auvernia, en el corazón de Francia, se levanta un viejo caserón de piedra edificado en la primera mitad del siglo XVII. En su jardín, rodeado de un grueso muro, se alza una haya plantada por un ancestro de los propietarios en 1793, año en que los revolucionarios dieron el paso dramático y decisivo de ejecutar al rey Luis XVI en la guillotina. El lugar, convertido en ocasional casa de huéspedes, transpira los ideales de la libertad y la razón.
Cada
día, al atardecer, el matrimonio anfitrión invita a los huéspedes a tomar un
aperitivo en el jardín y a cenar todos juntos en la gran mesa familiar,
mientras se charla y discute sobre todo lo imaginable. Uno tarda muy poco en
apreciar la inteligencia y cultura de sus interlocutores, y un poco más en
enterarse –gracias a la confidencia de un cliente fijo– de que el marido es en
realidad un alto cargo del Consejo de Europa (además de hostelero a tiempo
parcial durante el verano)
Estamos
en 2018 y la conversación acaba dirigiéndose inevitablemente al conflicto
catalán –que todos los presentes siguen con interés– y al papel protagonista
que la incuria política ha acabado dejando a la justicia. En ese momento, la
vista del 1-O ni siquiera ha empezado en el Tribunal Supremo y uno se atreve a
especular sobre la interpretación que los jueces pueden hacer sobre los delitos
de rebelión y sedición... Como un resorte interviene entonces la hija mayor del
matrimonio, magistrada, amable pero tajante:
–Los
jueces no interpretan la ley, la aplican.
No
es una opinión, es una sentencia.
Sin
embargo, interpretar la ley y evaluar su ajuste a los hechos juzgados es lo que
hace habitualmente la justicia. Con enorme disparidad de opiniones, por otra
parte, como se puede constatar en los votos disonantes de los jueces en el seno
de los tribunales y entre las diferentes instancias. Si la interpretación –y
aplicación– de la ley fuera unívoca, si la subjetividad e incluso ideología de
los jueces no tuviera ningún peso, no tendrían tampoco ningún sentido las
batallas políticas para la renovación del Consejo del Poder Judicial en España
y del Tribunal Supremo en Estados Unidos.
Esta
semana el Senado norteamericano ha examinado a la juez Amy Coney Barrett,
candidata del presidente Donald Trump para cubrir la vacante dejada en el
Supremo por la muerte de la carismática
Ruth Bader Ginsburg el pasado 18 de septiembre. Una católica conservadora para
sustituir a una feminista liberal. El sistema estadounidense es muy particular:
en la medida en que los nueve miembros del Tribunal Supremo son cargos
vitalicios, cualquier relevo –sobre todo si se incorporan jueces jóvenes, como
Barrett, que tiene 48 años– puede alterar el equilibrio ideológico del tribunal
durante décadas. La probable confirmación de Barrett lo decantaría del lado
conservador desproporcionadamente por
Hay
que decir que los republicanos, temerosos de perder la Casa Blanca y el Senado
en las elecciones del próximo 3 de noviembre –como vaticinan las encuestas–,
han acelerado el trámite de la nominación de Barrett, en un obsceno ejercicio
de doble moral: en el 2016 la mayoría republicana en el Senado bloqueó la
nominación de un candidato de Barack Obama al Supremo alegando que faltaban
nueve meses para las elecciones y era impropio avanzarse a las urnas. Ahora,
con un plazo de seis semanas, los mismos protagonistas –en particular el líder
de la mayoría conservadora, Mitch McConnell–, defienden lo contrario sin
sonrojarse. (Lo que confirma que el obstruccionismo institucional cuando se trata de garantizarse tribunales
afines es una práctica que no distingue fronteras)
En
su examen ante el Senado, la juez Barrett ha asegurado esta semana que no llega
al tribunal con apriorismos sobre ningún asunto –los demócratas le han
inquirido principalmente sobre el aborto y la reforma sanitaria, el Obamacare–,
que no ha adquirido ningún compromiso con nadie y que su fe católica y sus
ideas políticas no influirán para nada en sus decisiones. Sea...
Pero
tampoco es un lienzo en blanco (nadie lo es). Barrett parte ya de unas
doctrinas jurídicas que determinan el modo de abordar los asuntos. La juez, que
actualmente ejerce en el Tribunal de Apelación del 7º circuito en Chicago,
pertenece a las corrientes textualista y originalista, que defienden una
lectura textual de la Constitución de acuerdo con lo que se supone que era la
intención de quienes la redactaron en aquel momento (siglo XVIII). Frente a
esta, hay otra corriente que defiende que el texto debe interpretarse desde las
condiciones de hoy en día. ¿Los jueces sólo aplican la ley? Es evidente que no.
Y, no nos engañemos, de la misma manera que la ideología de Ginsburg contribuyó a orientar los pronunciamientos del Supremo en favor de los derechos de las mujeres, la de su sucesora puede impulsar un sesgo contrario. Casada con un abogado y exfiscal del distrito en Indiana, y madre de siete hijos –uno de ellos con síndrome de Down y otros dos, adoptados en Haití–, Barrett ha demostrado ser una jurista de prestigio, una mujer más que capaz con una carrera profesional propia.
Pero
tiene la visión de la vida que tiene: la candidata de Trump mantiene vínculos
con una organización cristiana llamada People of Praise, que junto al objetivo
de crear una comunidad de base que comparte su fe y se ayuda mutuamente,
predica una idea de la mujer supeditada al hombre. “La mujer está llamada a
someterse a su marido, no como esclava sino como compañera”, escribió uno de
sus fundadores, Kevin Ranaghan. La juez Barrett, según el Washington Post,
figuraba en esta comunidad como una de las “mujeres líderes”, apelación que fue
adoptada apresuradamente en el 2017 para
evitar toda connotación negativa con la serie de televisión El cuento de la
criada. Antes, eran conocidas justamente como handmaids. Esto es, sirvientas.
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