@Lluis_Uria
Contaba Marco Polo en su Libro de las Maravillas que en la fortaleza del Alamut, al norte del actual Irán, un líder religioso conocido como el Viejo de la Montaña drogaba a sus seguidores y les mostraba un anticipo de los placeres del paraíso –hermosos jardines, bellas mujeres– antes de enviarlos a jugarse la vida en misiones suicidas. El viajero italiano se hacía eco aquí de viejas leyendas de lo que se conoció como la secta de los asesinos, objeto de antiguas fábulas y modernos videojuegos.
Entre
los siglos XI y XII, una secta chií de la corriente del ismailismo, los
nizaríes, practicó la resistencia
violenta contra el sultanato turco de la dinastía selyúcida, que se había
extendido por gran parte de Oriente Medio. Sus dirigentes levantaron una red de
castillos difícilmente accesibles en las montañas –el más importante, el del
Alamut– y se dedicaron a hostigar al régimen suní a través de asesinatos
selectivos.
Durante
años, según explica el orientalista Bernard Lewis en su libro El Oriente
Proximo, “los grandes maestros de la secta mandaron a una banda de seguidores
devotos y fanáticos a realizar una campaña de terror”, que se concretó en “una
serie de crímenes espantosos de destacados hombres de Estado y generales del
islam”. Entre sus víctimas sobresalió el gran visir Nizam al Mulk, acuchillado
en 1092 mientras viajaba de Isfahán a Bagdad. Terrorismo avant la lettre.
Los
miembros de esta suerte de comandos chiíes medievales, cuyo instrumento
principal era la daga, acabaron siendo conocidos despectivamente en árabe como
haššašin –lo que según algunas versiones aludiría a su hábito de consumir
cannabis–. La palabra derivaría después en numerosas lenguas en la moderna
acepción de “asesino”: el que mata a alguien con alevosía, ensañamiento o por
una recompensa.
Entre
los antiguos nizaríes y los yihadistas que diez siglos después siembran la
muerte cuchillo en mano –como en Francia estas últimas semanas– hay un indudable vínculo. Es el mismo fanatismo,
los mismos métodos. Y también el mismo objetivo: desestabilizar al poder
establecido mediante el terror con el objetivo –más o menos quimérico– de derribarlo. En el
caso de los ataques yihadistas en los países europeos, los islamistas buscan
imponer su agenda política a base de ahondar la fractura –y azuzar el
enfrentamiento– con las poblaciones de confesión musulmana.
El pasado
25 de septiembre, un joven pakistaní que había llegado a Francia tres años
antes simulando ser menor de edad, Zaheer Hassan Mahmoud, atacó e hirió de
gravedad con un cuchillo de carnicero a dos periodistas que se encontraban
fumando a las puertas de la antigua sede parisina del semanario satírico
Charlie Hebdo –objeto de un bárbaro atentado en el 2015 en que murieron 12
personas– por haber vuelto a publicar caricaturas de Mahoma (equivocándose de
lugar). El 16 de octubre, un joven refugiado ruso de origen checheno,
Abdoullakh Abouyezidovitch Anzorov, decapitó salvajemente con un cuchillo a un
profesor de secundaria de Conflans-Sainte-Honorine, Samuel Paty, por haber
osado suscitar en clase un debate sobre las caricaturas de Charlie Hebdo y la
libertad de expresión. Y el jueves 29 otro joven tunecino, Ibrahim
Issaoui, llegado en una patera a la isla italiana de Lampedusa hace apenas mes
y medio, asesinó con un cuchillo a tres
personas en la basílica de Notre-Dame-de-l’Assomption, en Niza, por el mero
hecho de ser cristianas.
Probablemente,
encontraríamos muchas similitudes en la trayectoria vital de estos tres jóvenes
desarraigados. Y podríamos llegar a comprender el mecanismo por el cual cayeron
en la telaraña del fanatismo religioso. Pero no es eso lo esencial. A fin de
cuentas no son más que peones, como los asesinos nizaríes. Ellos empuñan el
cuchillo, pero otros dirigen su brazo.
El
caso del profesor Samuel Paty es ilustrativo. El asesino, previamente dopado
por una violenta propaganda islamista a través de internet y con contactos en
Siria –adonde llamó por teléfono antes de ser muerto por la policía–, no llegó
hasta su víctima por casualidad. Previamente, el padre de una alumna del
instituto, escoltado por un conocido islamista, había lanzado una virulenta
campaña de acoso contra el profesor en las redes sociales, de la que se
hicieron eco en foros y mezquitas. Fue su sentencia de muerte. El ejecutor, un
chaval de 18 años, fue sólo el último eslabón.
Los Anzorov que hay, ha habido y habrá, constituyen un grave problema. Pero atacar los tentáculos del monstruo no es suficiente. Ciertamente, es fundamental abordar las condiciones sociales que hacen posible el caldo de cultivo del islamismo radical entre la población musulmana europea. Pero hay otro frente primordial: hay que combatir sin complejos el islamismo, una ideología totalitaria –más política que religiosa, aunque utilice el islam como estandarte– que de forma organizada intenta acabar con la democracia para imponer un régimen teocrático autoritario y represivo. Paty representaba la libertad y la razón. Por eso le asesinaron.
El
presidente francés, Emmanuel Macron, ha decidido asumirlo sin medias
tintas y el pasado mes de septiembre
presentó un proyecto de ley contra el separatismo islamista con medidas que
pretenden acabar con los intentos de imponer reglas islámicas por encima de las
leyes republicanas, sobre todo en la enseñanza, así como frenar la injerencia
extranjera en los centros de culto. Por eso está siendo objeto de furibundos
ataques en el mundo islámico y por eso Francia se ha convertido de nuevo en
escenario de una ofensiva terrorista. El primer paso, tras el asesinato del
profesor Paty, ha sido la clausura de una mezquita y de varias asociaciones
islamistas...
Lo
que está claro, como apuntaba días atrás
en Le Monde el profesor Gilles Kepel, es que la política actual, centrada en la
lucha antiterrorista, ya no basta para
combatir el fenómeno. Hay que ir más allá. Hay que asaltar el castillo del
Alamut.
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