@Lluis_Uria
Sobre la arrogancia francesa se han escrito libros y estampado camisetas. Es un lugar común que casi nadie discute, ni siquiera los propios franceses (en un sondeo del Pew Research Center del 2013, ellos mismos designaban a Francia como el país más arrogante de Europa). Si hay un personaje que ha alimentado con ahínco este estereotipo, éste es Henri Guaino, ex alto funcionario y exdiputado conservador que, tras obtener un escuálido 4,5% de los votos en las elecciones locales en París en el 2017, declaró que el electorado de la circunscripción que le había dado la espalda era “para vomitar”.
Entre
el 2007 y el 2012, Guaino era consejero especial –así como ideólogo y autor de
la mayoría de los discursos– del presidente Nicolas Sarkozy y uno de los principales promotores del plan
de fundar una Unión del Mediterráneo. Guaino aseguraba con altivez que, estando
Francia al frente, la iniciativa de integrar a los países de ambas riberas no
acabaría fracasando miserablemente como el llamado Proceso de Barcelona, su precursor. La historia, sin embargo,
vendría a poner las cosas en su sitio y el proyecto que Sarkozy lanzó a bombo y
platillo en un solemne discurso en el palacio Marshan de Tánger (Marruecos) en
octubre del 2007 acabaría encallando en las mismas aguas.
Este viernes se conmemoró con gran discreción –sólo un encuentro telemático a nivel ministerial– el 25º. aniversario del Proceso de Barcelona, nombre por el que se conoció el lanzamiento en 1995 del Partenariado Euromediterráneo (o Euromed) entre la Unión Europea y una docena de países de la ribera sur. La iniciativa, que se concretó en la Conferencia Euromediterránea de Barcelona, fue el fruto de un compromiso de Alemania con Francia y España para reequilibrar por el Sur la apertura de la UE al Este.
El objetivo era abrir un foro de diálogo
político, económico y cultural, y fomentar la paz, la estabilidad y la
prosperidad en la zona. En aquel momento las negociaciones entre Israel y
Palestina –tras los acuerdos de Oslo– parecían bien encaminadas y había
esperanzas de desbloquear el conflicto que atenazaba a toda la región. El líder
palestino Yasser Arafat y el entonces ministro de Exteriores israelí –y futuro
primer ministro–, Ehud Barak, se erigieron en los protagonistas de la
conferencia. Pero el espíritu de Barcelona duró poco. El diálogo
israelo-palestino acabó naufragando en la cumbre de Camp David del 2000. Y ese
foco de tensión permanente, junto al desinterés y las rivalidades, hicieron
embarrancar el proceso.
La
ambición de partida –se llegó a hablar de crear una zona de libre comercio en
el Mediterráneo en el 2010 que nunca vio la luz– da la medida de la decepción posterior. A partir del 2004 la
nueva Política Europea de Vecindad propició los acuerdos de cooperación
bilaterales, con una liberalización
comercial amputada, que excluía los ámbitos del trabajo y la agricultura (los
más importantes para el Sur). Así que no es de extrañar que la cumbre del 10.º
aniversario, de la que desertaron la mayoría de los líderes árabes, fuera
deslucida y triste.
Y en
eso llegó Sarkozy. En un viaje de Estado a Marruecos en el otoño del 2007 –con
más de un centenar de periodistas de todo el mundo siguiéndole a bordo de
un Airbus especial fletado por el
Elíseo–, el presidente francés quiso emular a Jean Monnet y Robert Schuman, los
padres fundadores de la Europa unida, y propuso poner los cimientos de una
Unión del Mediterráneo integrada exclusivamente por los países ribereños. O
sea, un Mediterráneo con inequívoco acento francés. (Sarkozy debería haber
leído en aquel momento como un mal augurio el hecho de que su reciente divorcio
excitara más a los periodistas franceses que su política exterior...)
Francia
es mucha Francia –ahí hay que darle algo de razón a Henri Guaino– y en julio
del 2008 logró reunir en una histórica cumbre fundacional en el Grand Palais de
París a los jefes de Estado y de Gobierno de 43 países de Europa y el
Mediterráneo, con las únicas excepciones del rey de Marruecos, Mohamed VI, que
delegó, y el líder libio, Muamar el Gadafi. Pero para entonces la Unión había permutado la
preposición “del” por la de “por el”, una modificación nominal pero
significativa que cambiaba el sentido de la nueva institución, y había dado
entrada por presión de Alemania a toda la UE (lo que levantó no pocas
suspicacias en la ribera sur)
Todo aquel boato fue un bonito espejismo.
Porque lo cierto es que lo nuevo se parecía mucho a lo viejo. Lo cual quedó rubricado simbólicamente con la
elección de Barcelona como sede de la secretaría general de la flamante Unión
por el Mediterráneo, discretamente radicada desde entonces en el Palau de
Pedralbes.
En
estos doce años la UPM ha apadrinado numerosos proyectos en ámbitos tan
dispares como la gestión del agua, el empleo o la enseñanza superior. Pero el
grueso de la cooperación europea no pasa por aquí. Y la institución –que nunca
más ha organizado una cumbre del nivel de la de París, ni siquiera en su décimo
aniversario– ha quedado políticamente raquítica y al margen de los grandes
problemas y conflictos de la región.
Hoy,
un cuarto de siglo después del arranque del Proceso de Barcelona, el
Mediterráneo está mucho peor que entonces. A los desafíos ya existentes –el eterno conflicto
israelo-palestino y la división de Chipre– se han sumado la guerra de Siria y
la desintegración de Libia, efecto sísmico de las primaveras árabes; la aparición
del terrorismo islamista de Al Qaeda y el Estado Islámico; la crisis
migratoria, que se ha cobrado y se cobra la vida de miles de personas en el
mar; la desestabilización del Líbano; las tensiones entre Europa y Turquía; la
intervención creciente de potencias exteriores como Rusia y China, o la
pandemia de Covid-19, que amenaza con ahondar las ya profundas desigualdades...
Frente a todo esto, la modesta UPM está absolutamente inerme. Pero eso no la
convierte en algo superfluo. Por el contrario, subraya la necesidad de darle
auténtica ambición.
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