@Lluis_Uria
(Obsérvese
que el otomano, el mayor y más contemporáneo imperio islámico, nunca ha sido
reivindicado por los modernos yihadistas. El saudí Ossama Bin Laden, fundador
de Al Qaeda, y el iraquí Abu Bakr al Bagdadi, del Estado Islámico, siempre
expresaron su voluntad de reconquistar Al Ándalus, lo que tiene más que ver con
el imperialismo árabe que con el proselitismo religioso)
Todas
las posesiones de Solimán el Magnífico se perdieron tras la hecatombe de la
Primera Guerra Mundial, que supuso el fin de los grandes imperios continentales
y redujo el territorio de Turquía a poco más que la península de Anatolia. Las
nuevas fronteras quedaron definitivamente dibujadas en el tratado de Lausana de
1923, un documento que casi un siglo después
el régimen islamo-nacionalista del presidente turco, Recep Tayyip
Erdogan, percibe como un corsé que hay que hacer saltar.
El
creciente intervencionismo militar de Ankara en los conflictos de la región
–Siria, Irak, Libia, al que podría añadirse ahora Nagorno-Karabaj– y la tensión
que desde este verano se ha instalado en
el Mediterráneo Oriental a causa de la presión turca en la disputa por
la soberanía de las aguas territoriales –y de los yacimientos de gas que se
encuentran a gran profundidad– podrían evocar de algún modo los tiempos del
expansionismo otomano de Solimán el Magnífico y sus antecesores. Nadie piensa,
obviamente, que Erdogan sueñe con reconstituir el viejo y glorioso imperio.
Pero sin duda se trata de algo más que de un modo de consolidar su poder
interno agitando el nacionalismo turco (aunque también lo sea). Turquía busca
sobre todo reafirmarse como potencia regional, en lo que constituye una apuesta
geoestratégica de primer orden. Y, desde luego, no quiere quedarse fuera en el
reparto del pastel gasístico en unas aguas de las que se considera injustamente
despojada.
El
tratado de Lausana de 1923 dejó a Turquía sin la posesión de las islas del
Dodecaneso –situadas frente a sus costas y actualmente en manos de Grecia– y de
la isla de Chipre, lo que desde entonces ha sido un constante objeto de
fricción. La aparición en los últimos años de nuevos yacimientos de gas natural
en la zona –Israel (2010), Chipre (2011), Egipto (2015)– no ha hecho sino
profundizar el sentimiento de agravio de Turquía, donde se ha revitalizado el
concepto de la patria azul, que no significa otra cosa que la voluntad de
expandir sus amputados derechos marítimos.
Para
Ankara, el acuerdo de creación del Foro del Gas del Mediterráneo Oriental –con
la participación de Egipto, Jordania, Palestina, Israel, Chipre, Grecia e
Italia, a quienes se ha querido añadir después Francia, así como la UE y Estados Unidos en tanto que
observadores– en enero del 2019, marginando a Turquía, fue casi como una
declaración de guerra. Los integrantes del Foro se proponen explotar de forma
concertada los recursos energéticos de la zona, donde ya están actuando grandes
compañías occidentales (la italiana ENI, la francesa Total y la americana
ExxonMobil), y utilizar a Egipto como vía de exportación del gas.
Esto
precipitó la escalada. Erdogan respondió en noviembre con un acuerdo de reparto
de aguas territoriales con la lejana Libia a cambio del apoyo militar turco
–que ha resultado decisivo– al gobierno de Trípoli, ignorando olímpicamente la
existencia de las islas griegas –entre ellas, Creta–. Era una forma,
jurídicamente más que discutible, de meterse a la fuerza en el terreno de
juego. A la vista de esta maniobra, Grecia hizo lo mismo y el pasado 6 de
agosto firmó un acuerdo de demarcación marítima parecido con Egipto. Sólo
cuatro días después, Ankara envió a las cercanías de la isla griega de
Kastelorizo un barco de prospección –el Oruç-Reis– con escolta militar que
desató la tensión: Grecia puso a sus fuerzas armadas en estado de alerta y
Francia envió a la zona buques de guerra, mientras la UE amenazaba con
sanciones. Desde entonces, Ankara se dice dispuesta al diálogo, pero las
espadas siguen en alto.
La diplomacia militarizada de Turquía y sus prácticas coercitivas –disruptivas, las llaman también– han suscitado inquietud, cuando no irritación, en Europa y en Oriente Medio. Turquía no es tan potente como para imponerse por la fuerza. Pero como subrayaba recientemente en un artículo del think tank German Marshall Fund el politólogo turco Saban Kardas, ha demostrado suficiente capacidad para cambiar el curso de los acontecimientos “aunque sea a base de bloquear los movimientos de sus adversarios o alterar sus cálculos”. El mensaje de Erdogan es evidente: si no se cuenta con Turquía, todo será mucho más difícil para todos. El problema es que, en esta zona del mundo, la diplomacia guerrera tiene un enorme riesgo.
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