@Lluis_Uria
Hubo
un tiempo en que las estatuas de Lenin, el padre de la revolución bolchevique,
poblaban las ciudades de Rusia y de los países comunistas del este de Europa.
Todo empezó a derrumbarse con la caída del Muro de Berlín en 1989. Y, tras él,
cayeron miles de monumentos soviéticos. En las poblaciones del norte obrero de
París –ciudad donde vivió exiliado entre 1908 y 1912–, también se rindió
homenaje al revolucionario ruso. Pero sus efigies acabaron asimismo retiradas.
Una de estas estatuas, de bronce y tamaño natural, acabaría años después en uno
de los mercadillos de antigüedades del Marché des Puces, a un precio sobre el
que el vendedor guardaba calculada discreción. No tardó en venderla. Otras
esculturas similares acabaron en los vertederos.
La
suerte de las estatuas de Lenin la han seguido las de miles de personajes a lo
largo de la Historia. Templos, estatuas y monumentos erigidos por el poder del
momento para honrar a sus dioses y a sus prohombres –promujeres, muy pocas– han
sido derribados por quienes han venido después, que a su vez han levantado sus
propios ídolos. No hay de qué extrañarse. Ni tampoco lamentar (al margen de las
barrabasadas contra el patrimonio artístico). La memoria colectiva es tan
cambiante y caprichosa con sus olvidos como la individual. Y el reparto de
honores, discutible.
El
movimiento de protesta provocado en Estados Unidos por el asesinato de un
ciudadano negro, George Floyd, a manos de un policía blanco en Minneapolis ha
generado un amplio movimiento para desterrar del espacio público aquellos
monumentos erigidos en honor de los dirigentes y jefes militares de los estados
confederados del Sur, que en la guerra civil norteamericana defendieron la
esclavitud de los negros. Pero pronto se ha extendido, en todo el mundo, a
todas aquellas figuras que mantuvieron comportamientos racistas.
En
este juicio popular y sumarísimo contra
el racismo sucede, sin embargo, que la
complejidad cede su espacio a la simplificación. Y que la discusión en
profundidad que podría abrirse sobre algunas actitudes y el estado de opinión
de determinadas épocas –como defendía hace unos años la exministra francesa
Christiane Taubira, negra de origen guyanés, militante contra el racismo y
contra los debates simplistas– queda barrido por las proclamas facilonas. Dos
de los personajes históricos recientemente denunciados en este proceso –el presidente
de EE.UU. entre 1901 y 1909, Theodore Roosevelt, y el ministro principal del
rey Luis XIV de Francia de 1661
a 1683, Jean-Baptiste Colbert– muestran la complejidad
de las cosas, donde ni los buenos son tan buenos, ni los malos tan malos.
Las
protestas han llevado al Museo de Historia Natural de Nueva York a acceder a
retirar de su entrada una estatua ecuestre de Roosevelt escoltado por dos
figuras, a pie, de un negro y un nativo americano que de algún modo subraya la
superioridad blanca. Es una decisión, sin duda, acertada. Pero ¿era el
presidente un racista como la escultura sugiere? Probablemente. Los prejuicios
contra los negros eran moneda corriente entre la clase alta norteamericana a la
que Roosevelt pertenecía. Pese a lo cual fue el primer presidente en invitar a
cenar en la Casa Blanca a un líder de la
comunidad negra, el pedagogo Booker T. Washington. Por lo demás, si Roosevelt
ha sido objeto de numerosos monumentos –entre ellos el del monte Rushmore– y es
hoy reconocido como uno de los más importantes presidentes de la historia de
EE.UU., es porque hizo una política social progresista –gracias a su
intervención, los mineros vieron reducida su jornada laboral a 8 horas–, reguló
la actividad económica y puso coto a los monopolios, reforzó el poder federal,
aplicó por primera vez una amplia política
conservacionista –creó una quincena larga de monumentos nacionales para
proteger espacios naturales, entre ellos el Gran Cañón– y en 1906 recibió el
premio Nobel de la Paz por mediar para poner fin a la guerra entre Rusia y
Japón.
Jean-Baptiste
Colbert, asimismo procedente de una familia acaudalada, tuvo también en la
historia de Francia un papel de una relevancia que va más allá de las querellas
actuales. Cierto, en 1682 y por encargo de Luis XIV empezó la elaboración del
llamado Código Negro –aprobado tres años más tarde, ya sin su concurso–, que
por primera vez regulaba las condiciones de la esclavitud en las colonias
francesas. También las suavizó, en comparación con las prácticas originales. En
todo caso, si Colbert ha pasado a la Historia no es por el Código Negro, sino
porque saneó las finanzas del reino, puso coto a la impunidad de los nobles
–obligados a partir de entonces a pagar impuestos–, promovió el comercio y la
industria, impulsó las artes y las ciencias, y reforzó el patrimonio forestal
público. Su política, bautizada como colbertismo, que otorgaba al Estado un
papel fundamental en la dirección de la economía, impregna todavía hoy las
políticas públicas.
Si
atendemos principalmente al comportamiento de Roosevelt y Colbert hacia los
negros y la esclavitud, puede mantenerse la conclusión, ¿por qué no?, de que
deben retirarse todos sus monumentos. Pero no podemos conformarnos con una
caricatura. Roosevelt y Colbert no eran, sin duda, unos ángeles. Ninguno lo
somos. Los que piden su excomunión, tampoco.
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