En junio de 1989, hace treinta años, media Europa vivía aún
bajo regímenes comunistas. Pero por poco tiempo. La perestroika de Mijail
Gorbachov en la Unión Soviética había puesto en marcha el reloj del hundimiento
del bloque comunista y pocos meses después caería el muro de Berlín. La
descomposición minaba a los países del llamado socialismo real en el este de
Europa. Y en los Balcanes.
A principios de junio de 1989, uno podía entrar en Yugoslavia por la
frontera terrestre desde Trieste –ese crisol del antiguo imperio
austro-húngaro– sin más formalidad que el saludo militar de los guardias, con
tal de formar parte de la comitiva oficial de un líder comunista occidental. En
Eslovenia, la más próspera y moderna república yugoslava, el desmoronamiento
del régimen saltaba a los ojos.
En ese rincón de los Balcanes, al pie de los Alpes, el
presidente de la Liga de los Comunistas de Eslovenia, Milan Kucan –hombre
fuerte de la república, político reformador y futuro padre de la
independencia–, se afanaba por poner los cimientos de la transición democrática
y buscaba la manera de refundar en un sentido confederal el mosaico étnico y
religioso heredado del mariscal Tito. Sin embargo, los vientos soplaban en
contra en Belgrado y desde Liubliana se observaba con creciente inquietud el
radicalismo nacionalista del líder serbio, Solobodan Milosevic, y su sueño de
la Gran Serbia, sobre el que pretendía asentar el mantenimiento de su poder más
allá de la desintegración del régimen comunista.
El periodista primerizo que entrevistó a Milan Kucan en
Liubliana a principios de junio de 1989 salió del despacho del dirigente
comunista con la sensación de que Yugoslavia se encaminaba hacia la guerra
civil. No era la intuición sagaz de un experimentado reportero. La sombra de la
guerra estaba allí, perceptible en las palabras, en el tono, en la mirada del
líder esloveno.
Muy poco después de este encuentro, el día 28 de ese mismo
mes de junio –el viernes pasado se cumplieron treinta años–, Slobodan Milosevic
pronunció un histórico discurso en Kosovo ante un millón de serbios movilizados
desde todo el país para conmemorar el 600º aniversario de la batalla del Campo
de los Mirlos, donde en 1389 el ejército serbio cayó derrotado frente a los
invasores otomanos. Milosevic encendió a
las masas con un discurso de exaltación nacionalista que abrió las puertas a la
tragedia que iba a asolar a Yugoslavia. “Hubo un tiempo en que éramos valientes
y dignos. Seis siglos después, debemos librar nuevas batallas o prepararnos
para ello. Ya no se trata de luchas armadas, aunque tampoco hay que
excluirlas”, tronó.
No se excluyeron, no. La guerra relámpago de Eslovenia –la
primera república en independizarse– se cobró en 1991 la vida de 67 personas,
un triste aperitivo de lo que se avecinaba. Yugoslavia iba a desaparecer en
medio de una orgía de sangre: 20.000 muertos en la guerra de Croacia
(1991-1995), más de 200.000 en Bosnia-Herzegovina (1992-1995) y 13.000 en
Kosovo (1998-1999). Milosevic no fue el único culpable, y crímenes infames
acabaron cometiendo todos los bandos sin excepción, pero su responsabilidad fue
gravísima.
El llamado discurso de Gazimestan –nombre del memorial de la
batalla– ha sido considerado un punto de inflexión en la crisis yugoslava.
Pero, como siempre, la tragedia había empezado a escribirse antes. En marzo de
ese año, el líder del partido comunista serbio había forzado la supresión de la
autonomía de que gozaba Kosovo desde 1974, lo que ya había originado los primeros
enfrentamientos violentos y una dura represión. En el resto de las repúblicas
se dispararon todas las alarmas.
Para los serbios, Kosovo está en el corazón mismo de su
historia. Pero lo mismo reivindican los albaneses, de confesión musulmana, que
además constituyen la población abrumadoramente mayoritaria. La historia es
como un chicle y cada cual la manosea a su antojo y conveniencia...
La de Kosovo fue la última de las guerras yugoslavas. Y la
que precipitó la caída de Milosevic, tras una intensa campaña de bombardeos de
78 días de las fuerzas aéreas de la OTAN.
Fue otro mes de junio, éste de 1999, cuando las tropas serbias se
retiraron de Kosovo y entraron las de la Alianza. Han pasado veinte años y allí
siguen todavía: 3.500 soldados que
aseguran que las dos comunidades enfrentadas –120.000 serbios por 1,7 millones
de albaneses– no se entregan a nuevos ajustes de cuentas. “Todavía somos
necesarios”, declaró al poco de tomar posesión –por tercera vez– del
contingente militar occidental, el pasado noviembre, el general italiano
Lorenzo D’Addario.
Kosovo proclamó de forma unilateral su independencia en el
2008, obteniendo enseguida el reconocimiento de Estados Unidos y la mayor parte
de países de la UE –no así de Serbia , Rusia y otros países europeos como
España–. Pero Milosevic no llegó a verlo. Juzgado por el Tribunal de La Haya
por genocidio y crímenes contra la humanidad, murió bajo detención en el 2006,
sin llegar a ser sentenciado. Miles de serbios acudieron a rendirle honores en
la capilla ardiente instalada en Belgrado, lo que demuestra una vez más que
basta el sentimiento de tribu para convertir en héroe a un canalla.
De la desintegración yugoslava se salvaron algunos
territorios, otros no han acabado de levantar cabeza. Como Bosnia-Herzegovina,
que sigue siendo una bomba de relojería. O Kosovo, un Estado fallido que
sobrevive por perfusión internacional y donde las dos comunidades, albanesa y
serbia, se dan obstinadamente la espalda, mientras los dos vecinos amenazan
periódicamente con volver a desenfundar las armas ante la mínima afrenta.
Kosovo festejó hace dos semanas el fin de la guerra, con el expresidente
norteamericano Bill Clinton como gran estrella invitada. Pero la paz dista
mucho de estar ganada.
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