Cuando
los soldados norteamericanos –jóvenes de 18 o 19 años, casi niños–
desembarcaron en Normandía el 6 de junio de 1944 no sabían demasiado contra
quién y por qué iban a luchar. Ignorantes la mayoría de lo que era el mundo más
allá de las grandes praderas de Iowa o Indiana, los franceses les parecían a
priori tan sospechosos como los alemanes, a quienes por otra parte no acababan
de entender por qué tenían que ver como enemigos. Duró poco. En unos días, la
brutalidad del combate hizo nacer en sus espíritus el odio que la guerra
requiere. Pero entre ambos países no había viejas querellas y, finalizada la
conflagración, el rencor se enfrió rápidamente. ¡Hoy hay jóvenes en Estados
Unidos que creen que su país luchó junto a Alemania en la Segunda Guerra
Mundial!
La
guerra fría con la Unión Soviética cambió muy pronto el escenario geopolítico
en Europa y convirtió en amigos a los viejos enemigos. El cariño que se
profesan, sin embargo, no es exactamente recíproco. Los alemanes (42%) ven en
EE.UU. a uno de sus principales aliados, sólo por detrás de Francia, mientras
que los norteamericanos sitúan a Alemania (13%) en un rango bastante inferior,
según un sondeo del Pew Research Center hecho público esta semana.
Curiosamente, los alemanes (52%) creen menos importantes para su seguridad las
bases militares norteamericanas existentes en su suelo que los estadounidenses
para la de su país (85%)
Es
posible que la percepción de las amenazas exteriores en la opinión pública
alemana haya empezado a cambiar. Pero su clase dirigente sigue muy apegada a la
alianza militar con Estados Unidos como garantía de seguridad. Consecuencia de
las dos guerras mundiales, producto en gran medida del militarismo alemán, hoy
el ejército germano –la Bundeswehr (Defensa federal), integrada por 182.000
soldados– está lejos de ser la más potente máquina de guerra del continente. No
es extraño, pues, que en Berlín cualquier cuestionamiento de la Alianza
Atlántica sea considerado tabú. Y si , además, se hace con alevosía y
nocturnidad, mucho peor.
Las
recientes declaraciones de Emmanuel Macron al semanario The Economist, en las
que sostenía que la OTAN se encuentra en estado de “muerte cerebral”, causaron
una profunda irritación en la Cancillería de Berlín. No porque el presidente
francés ande desencaminado sobre los males que aquejan a la Alianza
–dramáticamente expresados en la crisis de Siria, donde EE.UU. y Turquía han
tomado decisiones unilaterales sin tener en cuenta los riesgos y potenciales
efectos negativos para sus aliados–, sino por lanzar sus advertencias de malas
maneras y sin avisar. “Intempestivas”, las calificó la canciller Angela Merkel.
El 9 de noviembre, aprovechado la cena de conmemoración en la capital alemana
del 30.º aniversario de la caída del Muro de Berlín –según reveló The New York
Times–, Merkel reprochó personalmente a Macron su modo de actuar: “Comprendo su
deseo de políticas rupturistas, pero estoy cansada de recoger los pedazos. Una
vez tras otra, tengo que pegar las tazas que usted rompe para que podamos
sentarnos y tomar una taza de té juntos”. ¿Hasta cuándo? Un portavoz de la
Cancillería quitó hierro después a la conversación –“No hubo queja ni disputa”,
aseguró–, aunque sin desmentir las palabras pronunciadas.
Macron
se ha salido con la suya y la cumbre de la OTAN que se celebra esta semana –los
días 3 y 4– en Londres abordará los temas que plantea el presidente francés
(¿cuál debe ser la estrategia de futuro de la Alianza? ¿hasta dónde llega la solidaridad
militar entre aliados? ¿sigue siendo Rusia el enemigo o es el terrorismo
yihadista?). También ha arrancado un compromiso de Alemania para crear un
Consejo de Seguridad Europeo y reforzar la política exterior y de defensa
común. ¿Pero a qué precio?
El
resultado es que se está abriendo una brecha, cada vez más importante, entre
Berlín y París. En Alemania, Merkel –ya de por sí inclinada a atemperar, si no
a frenar, las iniciativas francesas– se encuentra en el final de su mandato sin
haber logrado consolidar un relevo indiscutido, mientras que, en Francia,
Macron parece determinado a tratar de erigirse en el líder de Europa. Dos
factores coyunturales le favorecen: la
marcha del Reino Unido –que deja a Francia como la única potencia militar y
nuclear de la UE– y la pérdida de liderazgo y de empuje económico de la otrora
intratable Alemania. Cada vez más envalentonado, Macron no para en los últimos
tiempos de tomar iniciativas unilaterales –diálogo con la Rusia de Vladímir
Putin, bloqueo del proceso de adhesión de los países de los Balcanes– que
provocan exasperación al otro lado del Rin.
El
Brexit cambiará –ha cambiado ya, de
hecho– los equilibrios internos en Europa y ha dejado un poco más solos a
Alemania y Francia, lo que puede exacerbar las tensiones. Los otros grandes
países del continente están por ahora ausentes, cuando no directamente de
espaldas (como Polonia). País fundador y tercera economía europea
postbritánica, Italia se debate todavía entre el europeísmo oficial –más o
menos de circunstancias– de la coalición M5E-PD y la eurofobia venidera de la
ultraderechista Liga. Y España –cuarta potencia económica y demográfica de la
Unión– sigue enredada en su propio laberinto, encadenando gobiernos de corta
duración y ambición modesta.
Si Pedro Sánchez consigue esta vez evitar una
nueva repetición de las elecciones, tendrá la oportunidad de ejercer un papel
importante en Europa. En Bruselas y París hace tiempo que lo esperan. También en Washington, donde ven con cierto
pasmo la inhibición internacional española.
Un diplomático norteamericano lo expresaba esta semana de forma diáfana:
“Hay países que quieren y no pueden; España puede, pero no quiere”. Alguien
tendrá que ayudar a recomponer las tazas rotas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario