Para Alexis Tsipras, la noche del domingo 12 al lunes 13 de
julio del 2015 fue la más larga de su vida política. El primer ministro griego
había acudido a Bruselas a negociar un nuevo plan de ayuda financiera para
Grecia, decidido a arrancar una flexibilización de las estrictas condiciones
que hasta entonces habían impuesto sus socios europeos a los gobiernos
precedentes. Pero, tras 17 horas de áspera negociación, salió escaldado.
Hartos de los sacrificios impuestos por Europa, los griegos habían votado mayoritariamente
por el líder de Syriza en las elecciones del mes de enero por su promesa de
acabar con la austeridad. Y casi dos terceras partes habían rechazado las
condiciones planteadas por Bruselas como requisito para una nueva ayuda
financiera en un referéndum celebrado una semana antes, el 5 de julio, a iniciativa del nuevo jefe
del gobierno heleno.
Tsipras pensaba sin duda utilizar el voto popular como un
arma en la negociación, que se presumía larga y dura. Estaba preparado para
ello. Acudía al combate presto a librar una
guerra convencional. Pero en Bruselas se encontró con que su principal
adversario llegaba dispuesto –más que dispuesto, ¡deseoso!– de apretar el botón
nuclear... El ministro de Finanzas alemán, Wolfgang Schäuble, había preparado
un plan para forzar la salida de Grecia de la zona euro. Como si se tratara de
extirpar un tumor maligno. Las dudas de la canciller Angela Merkel y la
resistencia del presidente francés, François Hollande, contribuyeron a impedir
el Grexit. Pero la cuestión decisiva fue la capitulación de Tsipras. El primer
ministro griego tuvo que tragar todo lo imaginable y firmar un trato humillante
(el presidente saliente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, lo
acabaría reconociendo tiempo después) para evitar lo peor. Podía no haberlo
hecho. Podía haber salvado su imagen, su reputación. Regresar a Grecia como un
héroe, derrotado pero insumiso. Pero al precio de lanzar a Grecia al abismo,
dejando al país a merced de los mercados financieros y la ayuda draconiana del
Fondo Monetario Internacional (FMI) como último y desesperado recurso.
Alexis Tsipras prefirió endosar el traje de traidor y
aplicar personalmente la amarga medicina recetada en Bruselas –tratando, allí donde fuera posible, de
aplicar remedios paliativos a las capas más expuestas de la población–. Tsipras
perdió a una parte de sus seguidores en este lance, pero ganó el apoyo de
muchos otros. Hasta el punto de que en las elecciones anticipadas convocadas a
la vuelta del verano revalidó su victoria de nueve meses atrás.
En estos años, Tsipras
ha cumplido con creces sus compromisos económicos y financieros. Ha
dejado de ser el radical de izquierdas con veleidades chavistas del principio
para convertirse en un socialdemócrata pragmático, a quien sus pares celebran
como un hombre de Estado. Como resultado, en agosto del año pasado, Grecia dejó
de estar bajo la tutela de la troika y desde entonces vuela sola (que no libre,
pues se la sigue vigilando de cerca)
El crecimiento de la economía –un 1,9% del PIB el año
pasado, que se espera que sea del 2% este año, según la OCDE– y el saneamiento
de las finanzas públicas –el año pasado el superávit primario, esto es, sin
contar el coste de la deuda, alcanzó el 4,2%, por encima del 3,5% exigido–
permitió al Gobierno griego abordar algunas mejoras sociales: empezó en febrero
por el aumento del salario mínimo (de 586 a 650 euros) y en mayo anunció la
restitución de la decimotercera paga a los jubilados y la reducción del IVA.
“Es importante que los sacrificios que han hecho los griegos sean
recompensados”, declaró el primer ministro. Tampoco muchas alegrías, no se vaya
uno a pensar, porque la situación sigue siendo delicada. Grecia ha salido del
pozo, pero ha perdido en la crisis una cuarta parte de su riqueza, sin que esta
devaluación haya podido ser aprovechada para la exportación por una industria
que es prácticamente inexistente. El paro sigue siendo muy elevado (19%) y el
poder adquisitivo de los griegos se ha hundido. El futuro aún es gris.
El anuncio de mayo tenía una inequívoca tonalidad
electoralista, lo cual no evitó que Syriza recibiera un fuerte correctivo en
las elecciones europeas, donde con el
23,8% de los votos quedó muy por detrás del centroderecha de Nueva
Democracia (33,3%) ¿El peaje a pagar por la austeridad? No está ni mucho menos
claro.
Alexis Tsipras se incomodó con los griegos en un asunto
mucho más delicado, puesto que atañe a los sentimientos y ya se ha visto –aquí
y allá– que en momentos de crisis los sentimientos brutos es lo más fácilmente
explotable. En otra muestra de osadía, el primer ministro griego, con la
complicidad de su homólogo de la antigua república yugoslava de Macedonia, el
socialdemócrata Zoran Zaev, urdió un acuerdo para cerrar la disputa histórica
entre ambos países por el nombre del primero, que a juicio de los griegos
usurpaba el de su región septentrional. Ambos dirigentes, empujados por la UE y
la OTAN, acordaron en enero una solución salomónica –llamar al nuevo país Macedonia del Norte– que convenció a muy
pocos a un lado y otro de la frontera pero tuvo la gran virtud de desbloquear
un litigio que parecía insoluble. Tsipras tuvo el coraje de desafiar a la
opinión pública –mayoritariamente contraria al acuerdo– y se puso a merced de
una derecha que se lanzó sin medida a atizar los sentimientos nacionalistas.
Pero consideró, una vez más, que era lo que debía hacer.
A diez puntos de distancia de la derecha –los sondeos
otorgan a Nueva Democracia el 39% de intención de voto, por un 29% a Syriza–,
es probable que Tsipras sea descabalgado del gobierno en las elecciones
anticipadas del próximo 7 de julio. Sería un error, sin embargo, darle por
amortizado.
En cualquier caso, el tiempo acabará por aquilatar su
figura. Y se verá que, a veces, lo que más necesita un país es un traidor.
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