Thule...
Para los aficionados al cómic y a las aventuras fantásticas, evoca un frío y
legendario territorio del Norte. En los años treinta fue uno de los reinos
ficticios imaginados por el escritor norteamericano Robert E. Howard, creador
del mítico Conan el Bárbaro. En los cincuenta y sesenta, en España, era la isla
de Sigrid, la bella y rubia reina vikinga convertida en la novia eterna del
Capitán Trueno, el popular héroe creado por Víctor Mora. En realidad, Thule es
el nombre de una antigua población del noroeste de Groenlandia, 1.000 kilómetros
al norte del Círculo Polar, donde Estados Unidos mantiene desde 1943 una base
aérea militar. Un símbolo del interés que históricamente ha manifestado
Washington por esa gran isla de hielos otrora perennes, de 2.166.000 km2
y 56.000 habitantes, que pertenece a Dinamarca.
Cuando
el presidente Donald Trump, con los modos y la mentalidad propias del promotor
inmobiliario que es, propuso de malas maneras el pasado mes de agosto comprar
Groenlandia a los daneses estaba haciendo algo más que desbarrar. La
compraventa de territorios ya no forma parte de los usos y costumbres
internacionales, como sí lo fue en el pasado –Luisiana y Alaska, por ejemplo,
fueron compradas por EE.UU. a Francia y Rusia respectivamente–. Pero la iniciativa
de Trump, aunque anacrónica, no carecía totalmente de sentido. De hecho, no fue
el primero a quien se le ocurrió la idea. EE.UU. ya lo intentó en la segunda
mitad del siglo XIX, bajo la presidencia de Andrew Johnson, y nuevamente en las
postrimerías de la Segunda Guerra Mundial, aprovechando que las tropas
norteamericanas habían ocupado la isla, de acuerdo con el gobernador danés –el
Gobierno de Copenhague estaba cautivo–, para evitar que cayera en manos de la
Alemania nazi.
A
falta de quedarse Groenlandia, Washington consiguió al menos consolidar su
presencia militar en la isla –lo que le permitía, y le permite, tener un pie en
la zona ártica europea–, y la base aérea de Thule se convirtió en un importante
eslabón del sistema de defensa de EE.UU., no sólo por su capacidad para acoger
grandes bombarderos sino por albergar parte del sistema de alerta en caso de
ataque con misiles balísticos. Fundamental durante la guerra fría con la
extinta Unión Soviética, los cambios que se están produciendo en el Ártico a
causa del deshielo provocado por la crisis climática están revalorizando su
importancia. La progresiva pérdida de masa helada a causa del aumento de las
temperaturas –desde 1979 ha
desaparecido un 40% del hielo marino– está abriendo nuevas posibilidades de
navegación marítima y de explotación de los recursos naturales. Y despertando
todo tipo de apetitos.
En
un informe remitido al Congreso el pasado mes de junio, el Pentágono alertaba
de los nuevos riesgos que amenazan a la región e identificaba a Rusia –país con
mayor extensión de costa ártica– y a China –que se ha autodeclarado país
“próximo al Ártico”– como los dos principales peligros. Para prevenir amenazas
militares y atentados contra la libre navegación, el Departamento de Defensa
propone desplegar una “fuerza de disuasión creíble”. En su programa: la
modernización de los sistemas antimisiles, el reforzamiento de las bases aéreas
en Alaska y Groenlandia, la movilización de la 2.ª Flota –suprimida
prematuramente en el 2001 y reactivada el año pasado– y el entrenamiento y
equipamiento especial de una fuerza de 39.000 marines capaz de operar en
condiciones extremas en un territorio con temperaturas de -30ºC y que pasa la mitad del
año a oscuras.
No
se trata de especulaciones sin base. En los últimos cinco años, Rusia ha tomado
la iniciativa y se ha colocado en una posición hegemónica en el Ártico, donde
domina la llamada ruta del Mar del Norte –navegable ahora tres meses al año
pero que los expertos calculan que puede estarlo de forma permanente en la
década del 2040–. Para su protección y control, Moscú ha adoptado asimismo
importantes medidas en materia de defensa, como la constitución del Comando
Estratégico Conjunto de la Flota del Norte y la creación de siete nuevas bases
militares a lo largo de la costa. La navegación por esta ruta –que ahorra un
40% del tiempo de viaje en barco entre Asia y Europa– está bajo control de
Rosatom (la corporación estatal atómica rusa) y sus potentes rompehielos
nucleares, que dicta sus normas. “La ruta del Mar del Norte es nuestra arteria
nacional de transporte. Es como las normas de tráfico. Si tú vas a otro país y
conduces, acatas sus normas”, sostuvo el ministro de Exteriores ruso, Serguéi
Lavrov, en una conferencia en abril en San Petersburgo sobre el Ártico, según
el F inancial Times. EE.UU. lo contesta.
Uno
de los grandes interesados en esta ruta marítima es China, que la ha
incorporado a su ambicioso proyecto de la Belt and Road Initiative (BRI),
también conocida como la Nueva Ruta de la Seda. Pekín está interesada en la
navegación, pero al igual que los estados ribereños, también en posicionarse de
cara a la futura explotación de los recursos de petróleo y gas natural que se
presumen escondidos bajo el manto de hielo. Con este fin, ha conseguido introducirse
como observador en el Consejo del Ártico, ha llegado a acuerdos de cooperación
con Moscú en materia energética, y ha empezado a colocar algunas piezas
–estaciones de investigación– en la zona, en Islandia y Noruega.
En
el marco de esta estrategia, los chinos posaron su mirada en Groenlandia,
llegando a proponer a Dinamarca la compra –eso sí, sin anunciarlo por Twitter–
de una antigua base naval y la construcción de varios aeropuertos
internacionales. Washington, según una información de Politico, reaccionó
inmediatamente y empujó a Copenhague a frenar las ambiciones chinas. Un informe
del Parlamento Europeo del año pasado alertaba ya de las maniobras de China en
Groenlandia y apuntaba el riesgo de que Pekín pudiera alentar un posible
movimiento de independencia inuit...
Al
Capitán Trueno, presto a defender la justicia y deshacer entuertos, se le
empieza a acumular el trabajo en tierras de Sigrid.
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