domingo, 3 de abril de 2022

Negras mueven y pierden

Rusia podrá vencer a Ucrania en el campo de batalla –por más que no le esté resultando sencillo–, pero ha perdido ya en todos los demás frentes: el internacional, el económico y hasta el sentimental. El alma ucraniana ya no será rusa.


@Lluis_Uria

La partida aún no ha terminado. Todavía durará, dejando tras de sí un terrible rastro de sufrimiento y de muerte. Pero Putin ya la ha perdido. Y con él, Rusia. De entrada, ha perdido lo que quería amarrar a toda costa: Ucrania. Moscú podrá acabar aplastando la resistencia ucraniana –su ejército no se ha mostrado muy eficaz hasta el momento, pero es muy superior–, podrá imponer una neutralidad forzosa a Kyiv y convertir el país en un ente territorialmente amputado y políticamente tutelado. Pero ha perdido irremisiblemente su alma.

Si Ucrania era un país emocionalmente dividido entre su pulsión proeuropea y sus históricos vínculos con Rusia, gracias a la criminal agresión decidida por el Kremlin se ha convertido en una nación unida contra el invasor. Rusia ha logrado en unas pocas semanas alimentar el nacionalismo ucraniano y enajenarse incluso la simpatía o la solidaridad de la población rusófona del este de Ucrania, castigada también sin piedad por la artillería rusa. “La guerra está dividiendo a ucranianos y rusos para siempre”, constataba en Le Monde el politólogo ucraniano Volodímir Kulyk. El rencor de los ucranianos, inicialmente centrado en Putin, está pasando a dirigirse indistintamente hacia todos los rusos, vistos como cómplices necesarios por su pasiva credulidad.

Lo que aparentemente se había concebido como una operación relámpago, similar a la del 2014 en Crimea y el Donbass, ha devenido una guerra ardua y cruel. Un mes después de lanzada la ofensiva, el pasado 24 de febrero, el ejército ruso sólo ha sido capaz de tomar una ciudad importante –Jersón, en el sur– mientras se le resisten ferozmente Járkiv y Mariúpol, dos urbes rusófonas de las que probablemente esperaba mayor comprensión. Y la capital, Kyiv, que parece fuera de su alcance.

La situación de estancamiento es tan patente y el número de bajas tan elevado –el diario ruso Komsomolskaya pravda publicó la cifra de casi 10.000 soldados rusos muertos y más de 16.000 heridos, antes de retractarse– que el estado mayor ruso decidió el viernes limitar su ofensiva al control del territorio administrativo del Donbass (región limítrofe que las milicias prorrusas sólo dominaban en parte). Su táctica, como se ha visto, consiste en someter a asedio a las ciudades y machacarlas con el fuego de la artillería y los bombardeos aéreos. Como en Grozni (Chechenia) en 1999 y Alepo (Siria) en el 2016.

Los hechos inducen a pensar que el presidente ruso, Vladímir Putin, no calibró bien la situación antes de lanzarse a desencadenar una nueva guerra en Europa. Subestimó la conciencia nacional y el compromiso de los ucranianos con su país, así como su capacidad de resistencia y la eficacia de su ejército. Y subestimó también gravemente la solidez del bloque occidental y el alcance y dureza de las sanciones económicas que le iban a imponer. Probablemente no disponía de una visión aquilatada de la realidad ni nadie alrededor que le sacara de sus ensoñaciones zaristas. Es lo que acaba pasando cuando cualquier voz crítica acaba en Siberia o envenenada con un té al novichok...

Es cierto que Occidente no pasaba  por su mejor momento. Estados Unidos, que se había retirado tarde y mal de Afganistán, ofrecía la imagen de una superpotencia en declive, con un liderazgo –el de Joe Biden– cuestionado y minada por importantes fracturas internas. La OTAN, en palabras del presidente francés, Emmanuel Macron, estaba en estado de “muerte cerebral”. Y las divisiones socavaban la capacidad de respuesta de la Unión Europea, con una Alemania pillada por su dependencia energética del gas ruso. Seguramente Putin pensó que no encontraría mejor momento para actuar. Mal cálculo.

Con la guerra, el presidente ruso ha logrado en cuatro semanas todo lo contrario de lo que había buscado encarnizadamente en los últimos años: ha revitalizado el liderazgo global de EE.UU., resucitado a la OTAN y reforzado la cohesión de los aliados occidentales. El compromiso norteamericano con Europa –muy debilitado con Donald Trump– ha salido vigorizado, como subraya el viaje de Biden a Bruselas y el aumento a 100.000 del número de soldados norteamericanos en el continente.

La aventura bélica de Rusia ha dado asimismo un nuevo y potente impulso a la UE. La reacción occidental, con la aprobación de unas sanciones económicas inéditas por su severidad –que abocan a Rusia a una grave crisis económica–, ha demostrado que Europa, en contra de los cálculos del Kremlin, era capaz de responder unida, con rapidez y sin medias tintas.

Y lo más extraordinario: Alemania, de la mano del canciller Olaf Scholz, ha dado un giro histórico, poniendo fin a décadas de una política de inhibición internacional y militar –herencia del trauma de la Segunda Guerra Mundial– y enfriando la cooperación histórica con Rusia (un legado de la Ostpolitik de Willy Brandt). Sin Berlín, Moscú pierde pie en Europa.

Le queda China, claro. Es su único salvavidas. Pero en esta nueva alianza de circunstancias contra la hegemonía de EE.UU. en el mundo, por muy enmascarada que esté bajo expresiones tan altisonantes como “amistad sin límites”, quien tiene la sartén por el mango –pues dispone de la verdadera potencia económica y demográfica– es Pekín. De modo que el intento del presidente ruso de recuperar para Rusia el estatus de gran potencia perdido con la desaparición de la URSS en 1991 bien podría acabar convirtiéndole en socio subalterno del gigante asiático.

Putin ha dado en Ucrania una patada al tablero porque le disgustaba desde hace tiempo el desarrollo del juego. No está claro, sin embargo, que la futura disposición de las fichas vaya a gustarle mucho más.


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