No está claro qué diferencia hay –más allá del grado– entre
torturar y torturar con moderación. Para Jean-Marie Le Pen, el viejo patriarca
de la ultraderecha francesa y cofundador del Frente Nacional (FN), es la misma
que separa lo inaceptable de lo aceptable. “Sí, el ejército francés la practicó
(la tortura) para obtener información durante la batalla de Argel, pero los
medios que empleó fueron lo menos violentos posible. Entre ellos figuraban los
golpes, la gégène (electrocución, en el argot militar francés) y la bañera
(inmersión de la cabeza en el agua), pero ninguna mutilación, nada que afectara
a la integridad física”. Lo relata con comprensión el propio Le Pen –que fue
teniente de paracaidistas en la guerra de Argelia– en el primer tomo de sus
memorias, Fils de la Nation (Hijo de la Nación), recién aparecido en las
librerías. ¡Uf! ¡Qué alivio! Así que eran torturas humanitarias... Aún
pareciéndole razonable, el veterano líder de la extrema derecha se cuida de
negar las acusaciones que le señalan personalmente como uno de los
torturadores...
La aparición de Fils de la Nation, que abarca el periodo
entre su nacimiento en 1928 en Bretaña y la fundación del FN en 1972 –lo más
jugoso estará en la segunda entrega, programada para diciembre–, ha constituido
todo un acontecimiento político y editorial en Francia. La primera edición, de
50.000 ejemplares, se ha agotado antes de salir a la venta y se ha tenido que
tirar ya una segunda edición de prisa y corriendo.
Jean-Marie Le Pen
se va. Empezó a irse ya en el 2011, cuando cedió la presidencia del
partido –todavía lo lamenta hoy– a su hija Marine, quien en estos años se ha
afanado por “normalizar” y “desdiabolizar” –aunque sea sólo en la superficie–
el Frente Nacional. Esto es, hacerlo más aceptable y digerible, aunque sea a
costa de borrar las aristas más afiladas de su padre –“Yo no soy Belcebú”,
decía él mismo con cierta sorna y no poca complacencia–, un proceso que pretende culminar ahora, en el próximo
congreso del FN en Lille, el 10 y 11 de marzo, cambiándole el nombre al
partido. Lo que su progenitor no ha dudado en calificar de “traición” y
“parricidio”, dos términos equivalentes en un clan donde política y familia se
funden.
Jean-Marie Le Pen
se va. Y por eso publica sus memorias. A sus 89 años, es su último
testimonio. Podría considerarse su testamento político, pensando sobre todo en
el segundo tomo, pero a este respecto cabe más esperar un ajuste de cuentas. En
todo caso, su auténtico legado hay que buscarlo fuera de sus páginas.
Jean-Marie le Pen vivió su máximo momento de gloria –y de vértigo– cuando en
las elecciones presidenciales del 2002 consiguió el 16,8% de los votos y
desbancó al socialista Lionel Jospin –a la sazón, primer ministro–, pasando a
la segunda vuelta. Mal que le pese, su hija Marine le superó en el 2017 al
obtener el 21,3% en la primera vuelta y el 33,9% en la segunda, con más de 10
millones y medio de votos. De algún modo, él puso la semilla. En otro país, el
FN sería un partido fundamental de la vida política. En Francia, merced al
sistema electoral mayoritario a dos vueltas, su presencia en el Parlamento es
sólo testimonial.
Pero la fuerza del Frente Nacional en Francia, el auténtico
legado de Le Pen, no se mide en
diputados y en escaños. Su fuerza –creciente en los últimos años– se mide en
influencia ideológica. Y es aquí donde el partido de los Le Pen ha acabado en
cierto modo por imponerse. Obnubilado por el modelo del PP español y deseoso de
absorber a todo el electorado de la extrema derecha, Nicolas Sarkozy
(2007-2012) ya abrió el camino de la aproximación de la derecha a las tesis del
FN. Al igual que Donald Trump tenía a Steve Bannon, Sarkozy tenía a Dominique
Buisson, un ultra declarado, como principal inspirador. Tras ser desalojada del
Elíseo en el 2012 por François Hollande y perder en el 2017 frente a Emmanuel
Macron, la derecha francesa vuelve a probar este mismo camino. Tanto más cuanto
que el actual presidente de la República ha captado a lo más granado del centroderecha...
El nuevo patrón de Los Republicanos –última marca de fábrica del antiguo partido
gaullista–, Laurent Wauquiez, ha abrazado con fervor las tesis ultras en lo que
concierne a la inmigración, el islam, la seguridad ciudadana y –en parte– la
Unión Europea, hasta el punto de expulsar del partido a figuras centristas como
Alain Juppé o Xavier Bertrand. Adalid de una “derecha desacomplejada”,
Wauquiez, con ecos claramente trumpistas, se dirige a “la Francia real”, hace
gala de una manera de hablar “franca” y directa –lejos de lo políticamente
correcto–, y se presenta como el
defensor de las clases populares y las clases medias empobrecidas y
olvidadas... Wauquiez ha descartado hasta ahora todo pacto con el FN –al que de
hecho aspira a fagocitar–, pero su confluencia ideológica deja el terreno
abonado.
Quien sí ha dado ya el paso, al otro lado de los Alpes, es
Silvio Berlusconi –un Trump avant la lettre–, que en las cruciales elecciones
de mañana domingo se presenta en coalición con La Liga –abandonada ya la
apelación “del Norte” tras abrazar el horizonte nacional italiano– y Hermanos
de Italia, donde se mezcla el nacionalismo ultramontano y el populismo
xenófobo. Las cosas que se han escuchado estos días en Italia podría
suscribirlas el propio Le Pen sin traicionar su ideario. En este contexto, el
resultado de las urnas del 4-M será observado con gran atención en tierras de
su vecino transalpino, donde podrían ensayarse algunas recetas en las
elecciones europeas del 2019. Se dirá que las realidades de Italia y Francia
son muy diferentes, pero acaso no lo sean tanto. A fin de cuentas, como decía
el escritor Jean Cocteau, “los franceses no son más que italianos
malhumorados”.
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