lunes, 5 de marzo de 2018

El legado del diablo


No está claro qué diferencia hay –más allá del grado– entre torturar y torturar con moderación. Para Jean-Marie Le Pen, el viejo patriarca de la ultraderecha francesa y cofundador del Frente Nacional (FN), es la misma que separa lo inaceptable de lo aceptable. “Sí, el ejército francés la practicó (la tortura) para obtener información durante la batalla de Argel, pero los medios que empleó fueron lo menos violentos posible. Entre ellos figuraban los golpes, la gégène (electrocución, en el argot militar francés) y la bañera (inmersión de la cabeza en el agua), pero ninguna mutilación, nada que afectara a la integridad física”. Lo relata con comprensión el propio Le Pen –que fue teniente de paracaidistas en la guerra de Argelia– en el primer tomo de sus memorias, Fils de la Nation (Hijo de la Nación), recién aparecido en las librerías. ¡Uf! ¡Qué alivio! Así que eran torturas humanitarias... Aún pareciéndole razonable, el veterano líder de la extrema derecha se cuida de negar las acusaciones que le señalan personalmente como uno de los torturadores...

La aparición de Fils de la Nation, que abarca el periodo entre su nacimiento en 1928 en Bretaña y la fundación del FN en 1972 –lo más jugoso estará en la segunda entrega, programada para diciembre–, ha constituido todo un acontecimiento político y editorial en Francia. La primera edición, de 50.000 ejemplares, se ha agotado antes de salir a la venta y se ha tenido que tirar ya una segunda edición de prisa y corriendo.

Jean-Marie Le Pen se va. Empezó a irse ya en el 2011, cuando cedió la presidencia del partido –todavía lo lamenta hoy– a su hija Marine, quien en estos años se ha afanado por “normalizar” y “desdiabolizar” –aunque sea sólo en la superficie– el Frente Nacional. Esto es, hacerlo más aceptable y digerible, aunque sea a costa de borrar las aristas más afiladas de su padre –“Yo no soy Belcebú”, decía él mismo con cierta sorna y no poca complacencia–, un proceso  que pretende culminar ahora, en el próximo congreso del FN en Lille, el 10 y 11 de marzo, cambiándole el nombre al partido. Lo que su progenitor no ha dudado en calificar de “traición” y “parricidio”, dos términos equivalentes en un clan donde política y familia se funden.

Jean-Marie Le Pen se va. Y por eso publica sus memorias. A sus 89 años, es su último testimonio. Podría considerarse su testamento político, pensando sobre todo en el segundo tomo, pero a este respecto cabe más esperar un ajuste de cuentas. En todo caso, su auténtico legado hay que buscarlo fuera de sus páginas. Jean-Marie le Pen vivió su máximo momento de gloria –y de vértigo– cuando en las elecciones presidenciales del 2002 consiguió el 16,8% de los votos y desbancó al socialista Lionel Jospin –a la sazón, primer ministro–, pasando a la segunda vuelta. Mal que le pese, su hija Marine le superó en el 2017 al obtener el 21,3% en la primera vuelta y el 33,9% en la segunda, con más de 10 millones y medio de votos. De algún modo, él puso la semilla. En otro país, el FN sería un partido fundamental de la vida política. En Francia, merced al sistema electoral mayoritario a dos vueltas, su presencia en el Parlamento es sólo testimonial.

Pero la fuerza del Frente Nacional en Francia, el auténtico legado de Le Pen,  no se mide en diputados y en escaños. Su fuerza –creciente en los últimos años– se mide en influencia ideológica. Y es aquí donde el partido de los Le Pen ha acabado en cierto modo por imponerse. Obnubilado por el modelo del PP español y deseoso de absorber a todo el electorado de la extrema derecha, Nicolas Sarkozy (2007-2012) ya abrió el camino de la aproximación de la derecha a las tesis del FN. Al igual que Donald Trump tenía a Steve Bannon, Sarkozy tenía a Dominique Buisson, un ultra declarado, como principal inspirador. Tras ser desalojada del Elíseo en el 2012 por François Hollande y perder en el 2017 frente a Emmanuel Macron, la derecha francesa vuelve a probar este mismo camino. Tanto más cuanto que el actual presidente de la República ha captado a lo más granado del centroderecha...

El nuevo patrón de Los Republicanos  –última marca de fábrica del antiguo partido gaullista–, Laurent Wauquiez, ha abrazado con fervor las tesis ultras en lo que concierne a la inmigración, el islam, la seguridad ciudadana y –en parte– la Unión Europea, hasta el punto de expulsar del partido a figuras centristas como Alain Juppé o Xavier Bertrand. Adalid de una “derecha desacomplejada”, Wauquiez, con ecos claramente trumpistas, se dirige a “la Francia real”, hace gala de una manera de hablar “franca” y directa –lejos de lo políticamente correcto–, y se presenta como  el defensor de las clases populares y las clases medias empobrecidas y olvidadas... Wauquiez ha descartado hasta ahora todo pacto con el FN –al que de hecho aspira a fagocitar–, pero su confluencia ideológica deja el terreno abonado.

Quien sí ha dado ya el paso, al otro lado de los Alpes, es Silvio Berlusconi –un Trump avant la lettre–, que en las cruciales elecciones de mañana domingo se presenta en coalición con La Liga –abandonada ya la apelación “del Norte” tras abrazar el horizonte nacional italiano– y Hermanos de Italia, donde se mezcla el nacionalismo ultramontano y el populismo xenófobo. Las cosas que se han escuchado estos días en Italia podría suscribirlas el propio Le Pen sin traicionar su ideario. En este contexto, el resultado de las urnas del 4-M será observado con gran atención en tierras de su vecino transalpino, donde podrían ensayarse algunas recetas en las elecciones europeas del 2019. Se dirá que las realidades de Italia y Francia son muy diferentes, pero acaso no lo sean tanto. A fin de cuentas, como decía el escritor Jean Cocteau, “los franceses no son más que italianos malhumorados”.


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