"Lo siento mucho, la vida es así, no la he inventado yo...”.
Tal era una de las frases estrella de una popular canción, El jardín prohibido,
que arrasaba en todas las discotecas, salas de fiestas y guateques particulares
a finales de los años 70. Las parejas se estrechaban fuertemente al son de la
música mientras Sandro Giacobbe culpaba desvergonzadamente a su novia –por
estrecha– de que él se hubiera ido a la cama con su mejor amiga... Un trágala
en toda regla: mira chica, así son las cosas y no tienen vuelta de hoja, venía
a decir. O lo tomas o lo tomas. Es una actitud muy popular en la política de
hoy en día. O blanco o blanco, o negro o negro... Nunca la conjunción
disyuntiva había sido tan maltratada.
Parejo discurso –aunque sin infidelidad de por medio– tuvo
el presidente francés, Emmanuel Macron, el pasado día 7 en Bastia, cuando al
abordar las reivindicaciones identitarias de la isla de Córcega se refirió a la
eventual cooficialidad de la lengua corsa como una pretensión inaceptable. Una
cosa, vino a decir, es defender y potenciar la diversidad cultural y
lingüística como una riqueza, y una muy otra creer que una lengua regional
puede elevarse al mismo rango que el francés. “En la República francesa, y
antes incluso de la República, hay una lengua oficial y es el francés. Y
nosotros estamos hechos así”. Dicho de otro modo, no hay más que hablar. La
frase recuerda la del capitán de los Tercios Diego Acuña de Carvajal,
protagonista de la obra de Eduardo Marquina En Flandes se ha puesto el sol,
cuando sentencia con orgullo: “España y yo somos así, señora”.
Si los franceses están hechos así, no es sin embargo por
inmanencia natural o trascendencia divina. Francia como nación es ante todo una
construcción del poder, un país hecho a lo largo de los siglos y no sin
conflicto por el Estado –la monarquía primero, la República después–, en el que
la lengua ha sido la argamasa y el centralismo uniformista, un elemento
constitutivo esencial del país. Y todavía lo es.
Hoy el Estado francés se preocupa –o aparenta preocuparse–
por la salvaguarda de las lenguas regionales, una riqueza que va camino de
perderse a pesar de la –más bien liviana– protección legal de la que gozan en
la actualidad y su –más bien escasa– enseñanza escolar. Pero hace algo más de
un siglo la situación era radicalmente diferente. En España se tiende a pensar que el uniformismo francés es
heredero directo de la monarquía absolutista borbónica –y en parte lo es–, pero
es sobre todo el producto de la Revolución y, en particular, de la política
escolar y lingüística de la III República (1870-1940). El gran logro social de
la escolarización obligatoria y la generalización de la enseñanza tuvo como
contrapartida una auténtica cruzada contra la persistencia de las lenguas y los
dialectos regionales –englobados despectivamente en el concepto patois–, que la
República se propuso erradicar. La política represiva en la escuela, que
incluía a veces castigos físicos, poco tiene que envidiar a la práctica
franquista en la materia. Hoy se les llamaría fascistas... Pero, en fin, hoy se
le llama fascista a cualquiera y a cualquier cosa.
El resultado, desde el punto de vista centralista, no ha podido ser más exitoso. Se calcula que apenas unos cinco millones
de franceses –sobre una población de 67 millones de habitantes– hablan algunas
de las lenguas regionales o dialectos que subsisten: fundamentalmente el
occitano, las lenguas del oíl (norte), el alsaciano (variante del alemán) y el
bretón, y en menor medida el catalán, el corso y el vasco. Mientras que sólo un
2% o 3% de los escolares de primaria las aprenden en clase. Así que no es de extrañar que el 87% de los
franceses declaren utilizar exclusivamente el francés en su vida diaria. La
propia identidad regional ha reculado –salvo excepciones– detrás de la
principal, la francesa.
Una de estas excepciones es justamente la irredenta Córcega,
la isla de la belleza según el tópico francés –por otra parte, bien fundado–,
aunque también isla de mafias criminales y de terrorismo nacionalista –muchas
veces entrelazados–, que ha tenido
históricamente una identidad muy arraigada. Su lengua –emparentada con el
dialecto toscano– y su insularidad han contribuido a ello. Independizada de
hecho del poder de Génova a mediados del siglo XVIII, en 1755 aprueba la que los corsos reivindican como la
primera Constitución democrática –la paternidad de la democracia, como se ve,
está muy disputada–, antes de caer definitivamente en manos de Francia
entre 1768 (de iure) y 1769 (de facto).
En agosto de ese año justamente nace en Ajaccio
el corso más universal, Napoleón Bonaparte (de nacimiento, Buonaparte),
quien pese a hablar toda su vida el francés
con acento extranjero acabaría
erigiéndose –y no es poca ironía– en el
mayor exponente de la grandeur de
Francia. No hay más que ver el mausoleo que se le dedica en Los Inválidos y las
numerosas avenidas de París que rememoran sus victorias y honran a sus
mariscales para comprobar que es sin duda su principal figura histórica.
Córcega, Corsica, ha entrado este año en una nueva etapa.
Clausurados los años de la violencia política del FLNC –que causó muchos menos
muertos que ETA, aunque con idéntico resultado–, las fuerzas nacionalistas
–autonomistas e independentistas sin urgencias históricas, encabezados
respectivamente por Gilles Simeoni y Jean-Guy Talamoni– se han unido. Y en las
elecciones del pasado diciembre obtuvieron en la primera vuelta el 45% de los
votos (el 56% en la segunda), lo que les ha puesto al mando de la nueva
Colectividad Territorial de Córcega, la entidad autónoma con más competencias
de la Francia metropolitana, pero muy lejos aún de las comunidades autónomas
españolas. Su gran reivindicación es abrir un proceso de diálogo para lograr
una verdadera autonomía, equivalente a la que tiene Catalunya (o tenía antes de
tirarla por la borda) y la cooficialidad del corso. Pero París no quiere ni oír
hablar. ¿Una mención en la Constitución? Pase. Por símbolos no será: en
Francia, hasta las matrículas de los coches están regionalizadas. Pero un Estatuto de Autonomía
y la cooficialidad de la lengua, ni
pensarlo. Macron lo dejó diáfanamente claro: “Francia y yo somos así,
señora”.
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