En los pasillos del Quai d’Orsay se contaba años atrás que,
en sus tiempos como presidente del Gobierno español, Felipe González se
acostumbró a enviar cada año un jamón de Jabugo al entonces presidente de la
República, Jacques Chirac. Y que las cosas empezaron a torcerse entre el líder
gaullista y el siguiente inquilino de La Moncloa, José María Aznar –con quien
tendría ocasión de enfrentarse a cara de perro a raíz de la guerra de Irak–,
cuando el refundador del PP decidió dejar de enviar el jamón al Elíseo...
Dádivas e intercambios de este tipo son bastante habituales
entre jefes de Estado y de Gobierno. Esta misma semana, la canciller de
Alemania, Angela Merkel, reconoció que de vez en cuando envía al presidente de
Rusia, Vladímir Putin, algunas botellas de cerveza de la casa Radeberger
–fundada en 1872 en la población del mismo nombre y primera cervecera alemana
en elaborar exclusivamente cerveza pilsner–, a cambio de lo cual el nuevo zar
de todas las Rusias le remite selecto pescado ahumado.
Vladímir Putin se aficionó a la Radeberger durante los años en que estuvo destinado en
Dresde, en la antigua República Democrática de Alemania, como agente del mítico
KGB (Comité de Seguridad del Estado) entre 1985 y 1990, en el momento final de
la Unión Soviética. El joven espía contaba 32 años cuando se trasladó a la RDA
con su primera esposa, Ludmila, y su hija María, y en la capital de Sajonia
nació la segunda, Ekaterina. El agente Putin, cuyo nombre en clave era Plátov
–en recuerdo del general cosaco que hostigó al ejército de Napoleón en retirada
en 1812-1813–, se encargaba de obtener información sobre las redes de la
disidencia.
No consta que Plátov fuera un agente extraordinario, tan
sólo un espía más del KGB. Sin embargo, y gracias a los cambios que trajo
consigo la perestroika y la descomposición de la URSS, acabó en 1998 siendo
nombrado director de los nuevos servicios secretos rusos, que pasaron a
llamarse FSB (Servicio Federal de Seguridad). Y si duró poco en el puesto, es
porque al año siguiente fue nombrado primer ministro por el presidente Borís
Yeltsin.
En su etapa como espía en la RDA, Putin no sólo se aficionó
a la Radeberger, sino que vivió acontecimientos que le marcaron personal y
políticamente. Sus biógrafos coinciden en destacar la caída del Muro de Berlín
y el desmoronamiento de la RDA, que vivió en directo, como momentos clave de su
trayectoria. El 5 de diciembre de 1989, una multitud asaltó la sede de la Stasi –la policía secreta germanoriental–
en Dresde, a pocos metros de las oficinas del KGB, cuyos agentes se dedicaron a
destruir todo el material comprometedor de que disponían, mientras esperaban
–inútilmente– que Moscú diera la orden de desplegar los tanques. Nunca
salieron. “Lo destruimos todo, todo el material sobre nuestros contactos, sobre
nuestros agentes, yo mismo quemé una gran cantidad de documentos. Quemamos
tantos que el horno acabó por explotar”, contó personalmente Putin en una rara
serie de entrevistas publicada en el 2000.
El presidente ruso aprendió en Dresde cuán frágil puede ser
el poder que otrora pareciera omnímodo. Aprendió a desconfiar. Y a ahogar
cualquier disidencia desde la cuna. El propio modelo político de la RDA, que
toleraba otros partidos diferentes al comunista siempre que se sometieran al
régimen, parece ser el que el jefe del Kremlin intenta poner en práctica en la
Rusia del siglo XXI. Como espía, también aprendió a utilizar métodos
expeditivos y a no tener demasiados escrúpulos. En ese mundo, a fin de cuentas,
sólo cuenta la razón de Estado, al margen de la ley o de la moral. Por ello,
resulta extremadamente difícil creer que la sistemática eliminación de
exespías, opositores y disidentes rusos que se está produciendo en Londres
pueda estar llevándose a cabo sin la aquiescencia –o la orden directa– del
Kremlin.
Probablemente es también más que una casualidad –más bien,
un síntoma– que el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, haya decidido
cambiar a Rex Tillerson, un hombre pragmático y temeroso de la ley
internacional, por el ex jefe de la CIA Mike Pompeo al frente del Departamento de Estado, piedra
angular de la política exterior norteamericana. Mike Pompeo no es un espía. A
diferencia de Putin –o de su sucesora al frente de La Agencia, Gina Haspel– no ha hecho carrera
previa como agente. Pompeo, si bien graduado en West Point –además de en Harvard– , hizo carrera como empresario en el
sector aeronáutico antes de meterse en política de la mano de la secta ultra
del Tea Party.
Pero sus años como miembro del comité de Inteligencia de la
Cámara de Representantes y como director de la CIA hacen que los métodos de los
servicios secretos no le sean en absoluto ajenos. Y ni siquiera chocantes,
puesto que dentro del partido republicano Pompeo ha manifestado ampliamente un
perfil duro e intransigente. El nuevo jefe de la diplomacia estadounidense es
una persona que no se ha andado con
remilgos en el pasado ni es de esperar que lo haga en el futuro. Un
verdadero halcón que considera imprescindible mantener la prisión de Guantánamo
y lamenta que Obama cerrara las cárceles irregulares que la CIA diseminó por el
mundo, que ve en los líderes musulmanes a los cómplices necesarios del
terrorismo yihadista, que está por derrocar el régimen comunista-dinástico de Corea
del Norte y por abortar el acuerdo nuclear con Irán, y que parece poco
inclinado a contemporizar con la Rusia de Putin a pesar de las simpatías
iniciales de su comandante en jefe.
Cuando una nueva guerra fría parece haberse instalado de
nuevo entre Rusia y Occidente, que los modos de la confrontación se emancipen
de los usos diplomáticos y se sometan a la lógica de los espías es todo menos
tranquilizador.
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