"Pueblo de Alemania, dadme cuatro años y juro que del mismo
modo que he ocupado el poder también lo abandonaré”. Quien así habló el 30 de
enero de 1933 –esta semana ha hecho 85 años, apenas una vida– no podía haber
jurado más en falso. Adolf Hitler, nombrado canciller por el anciano presidente
Von Hindenburg, se estrenaba como jefe de Gobierno prometiendo levantar a
Alemania de la postración y tratando de tranquilizar a quienes no se fiaban del
líder del partido nacionalsocialista. Y hacían bien. Al anochecer, unos 20.000
miembros de las SA –las temibles secciones de asalto nazis– desfilaron con
antorchas bajo la Puerta de Brandenburgo en Berlín, en un negro augurio de lo
que tendría que llegar.
Hitler y su partido habían ganado las elecciones de julio de 1932 –con más de 13 millones de
sufragios, el 37,4%, fueron los más votados– pero no tenían mayoría en el
Reichstag. Su nombramiento como canciller fue el resultado de un pacto con la
derecha y los militares, que creían poderlo controlar.
Sin embargo, y como es de todos sabido, el espejismo apenas
duró hasta la primavera. En tres meses, Hitler desmanteló lo que quedaba de la
República de Weimar e instaló una dictadura atroz. Sólo en febrero, el nuevo
canciller ilegalizó a comunistas y socialdemócratas, aprobó –con la luz verde
del presidente– un estado de excepción que suspendió los principales derechos
cívicos y libertades individuales (el decreto llamado Notverordnung) y detuvo a
miles de opositores. En estas circunstancias, aderezadas por la violencia de
los escuadrones nazis, las elecciones convocadas para el 5 de marzo fueron una
broma. Los nazis, pese a todo, no pasaron del 44%, ¡pero qué más daba! A
finales de marzo, el Parlamento le otorgó prácticamente plenos poderes; en
abril, puso a los estados federados bajo tutela –un 155 a lo bestia–, decretó las
primeras normas contra los judíos y
proclamó el Partido Nacional Socialista de los Trabajadores Alemanes (NSDAP)
partido único. Los demás fueron disueltos, así como los sindicatos. En mayo, no
quedaba piedra sobre piedra.
Este miércoles, coincidiendo casi día por día con el ascenso
de Hitler al poder y con motivo del aniversario –también esta semana– de la
liberación del campo de exterminio de Auschwitz, fue una persona muy diferente
quien subió a la tribuna del Bundestag. En Berlín, en lugar de las palabras
airadas de Hitler, se escucharon las de una de sus víctimas, la violoncelista
Anita Lasker-Wallfisch, judía alemana superviviente del Holocausto. Nacida en
1925 en la antigua Breslau –antes integrante de Alemania y hoy en territorio
polaco, bajo el nombre de Wroclaw–, Anita
tenía tan sólo siete años cuando Hitler llegó al poder y eso marcaría su
destino, así como el de millones de personas, para siempre.
Nacida en el seno de una familia judía, sus padres fueron
asesinados por los nazis y ella y una de sus hermanas, Renate, fueron
deportadas a Auschwitz. Curiosamente, no por el hecho de ser judías, sino al
ser detenidas en 1942 cuando trataban de huir a Francia tras haberse dedicado a
falsificar documentos para ayudar a escapar a los jóvenes franceses reclutados
forzosamente para trabajar en Alemania en virtud de los acuerdos con el régimen
de Vichy. En Auschwitz, Anita acabó integrando la orquesta de mujeres del
campo, lo que en última instancia salvaría su vida y la de su hermana.
Refugiada en el Reino Unido, donde fue una de las fundadoras de la Orquesta de
Cámara Inglesa, la violoncelista tardó cincuenta años en volver a pisar tierra
alemana... su tierra. “Renata y yo nacimos en este país, es decir, alemanas”,
subrayó el miércoles en el Parlamento de Berlín, donde recordó la aversión que
llegó a sentir por todo lo germano. “Juré no volver a poner mis pies en suelo
alemán. Mi odio a lo que era Alemania no tenía límites”, admitió, para a
continuación enterrar toda concesión al
rencor: “El odio es un veneno y, al final, uno se envenena a sí mismo”.
Pero la intervención de Anita Lasker-Wallfisch no se quedó en el pasado,
sino que habló también del presente y alertó contra el recrudecimiento del
antisemitismo. “Es un virus de 2.000 años
aparentemente incurable”, constató con desazón. En Alemania, la misma Alemania que ha visto
crecer al xenófobo partido AfD y lo ha visto entrar en el Bundestag, los actos
antisemitas se ha multiplicado en los últimos tiempos, hasta el punto de
que las escuelas judías y otras
celebraciones de la comunidad deben contar con protección policial. “El
antisemitismo es hoy más vehemente y violento”, ha remarcado el representante
de la rama alemana de Humans Rights Watch (HRW), Wenzel Michalski, a la agencia
France Presse.
La inquietud es tanto más grande cuanto que esta deriva no
nace únicamente del foco tradicional de la ultraderecha y los grupos neonazis,
sino también entre los jóvenes musulmanes, tanto de la tradicional y numerosa
comunidad turca como de las nuevas oleadas de refugiados llegados en los
últimos dos años. El mismo fenómeno se produce en Francia, que cuenta con la
mayor comunidad judía de Europa y también la mayor –infinitamente mayor–
comunidad musulmana. Y donde los actos violentos contra la primera son diez
veces más frecuentes que contra la segunda. Lo subrayaba esta semana el
director de Libération, Laurent Joffrin, frente a la ceguera voluntaria de
algunos bienpensantes de la izquierda: “Existe un antisemitismo de extrema
derecha, todavía activo, pero también un antisemitismo que emana de los medios
musulmanes integristas (...) No supone una injuria a la masa de los musulmanes
decirlo e inquietarse por ello”. El lunes, en Sarcelles, una población de la
periferia norte de París conocida como la pequeña Jerusalén, un chaval de 8
años fue agredido por dos adolescentes. ¿El desencadenante? Llevaba la kipá.
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