La portada de un diario es como una instantánea, la foto fija de un
momento histórico. Si algún día los periódicos de papel acaban desapareciendo
como proclaman los más agoreros, habrá que ver cómo se las ingenian los
historiadores para dilucidar, buceando en el incesante trasiego de los millones
de bits que circulan cada día por internet –con información veraz, errores
groseros y descaradas mentiras–, la cristalización de un determinado estado de
opinión. Una portada es el reflejo de un instante, una condensación de la
realidad. Y, como tal, puede mostrar con inusitada crudeza la fugacidad del
tiempo, la mutabilidad de los hombres y de las cosas. Al igual que
desconcertantes coincidencias.
“Europe, here we come!” (Europa, ¡ya estamos aquí!), titulaba con
entusiasmo a seis columnas, el 1 de enero de 1973, el diario británico Daily
Mail para celebrar el ingreso del Reino Unido en la entonces Comunidad
Económica Europea (CEE). “Durante diez años el Mail ha hecho campaña por este
día. No hemos flaqueado en nuestra convicción de que el mejor y más brillante
futuro de Gran Bretaña está con Europa”,
remachaba el rotativo en su primera. Cuarenta y cuatro años, dos meses y
veintinueve días después, el mismo Daily Mail reproducía el miércoles en su
portada la imagen de la primera ministra Theresa May firmando la carta en que
comunicaba formalmente a Bruselas la decisión británica de abandonar la Unión
Europea bajo el título “Freedom!” (¡Libertad!). Cuatro décadas después, su
fervor europeísta se ha esfumado, volatilizado...
Pero la portada de 1973 del tabloide londinense guardaba también otra
noticia llamativa, una coincidencia inesperada: la detención de un dirigente
del IRA (Ejército Republicano Irlandés), Martin McGuinnes, arrestado en las
proximidades de un coche repleto de explosivos y municiones. McGuinnes, que
contaba en ese momento 23 años y era uno de los dirigentes de la organización
en Derry, se acabaría convirtiendo con el tiempo en el número dos del Sinn Féin
y en uno de los artífices de los acuerdos de paz del Viernes Santo, que en 1998
acabaron con la guerra civil en el Ulster. Una enfermedad genética degenerativa
acabó con su vida el pasado 9 de enero, sin tiempo para ver a Theresa May
firmando la desconexión de la UE pero suficiente para asumir la inevitabilidad
del Brexit. Hoy, la decisión británica de abandonar Europa –y de restablecer,
en consecuencia, las fronteras entre Irlanda y el Ulster– podría acabar echando
por tierra el proceso de pacificación y propiciar acaso el abandono de Irlanda
del Norte del Reino Unido... A fin de cuentas, y a diferencia de lo que pasa
con Escocia, el Ulster no necesitaría pedir permiso a Londres para celebrar un
referéndum de reunificación de la isla: los acuerdos de Viernes Santo lo prevén
directamente si una mayoría en las dos Irlandas así lo desea.
Cuarenta y cuatro años son media vida
para una persona, pero un suspiro
en la Historia. Y una eternidad en política... Suficientes para que argumentos
y proclamas cambien del derecho y del revés varias veces sin que en general
nadie se ruborice. Rectificar es de sabios, dice el común adagio, no hacerlo
–en función de los variables vientos
políticos– parece ser de necios, por lo menos desde un determinado modo de
entender la política (que es el que tienen en común David Cameron y Theresa
May). En el discurso fundacional del Brexit pronunciado el 17 de enero en
Lancaster House, la primera ministra británica prometió un “futuro brillante”
para el Reino Unido fuera de la Unión Europea. Poco más o menos lo mismo que
hizo una tal Margaret Thatcher el 16 de abril de 1975 para defender, por el
contrario, el voto a favor de la permanencia en el referéndum convocado por el
gobierno de entonces, en manos de los laboristas.
“No es una sorpresa que, como líder del Partido Conservador, quiera dar
mi total apoyo a esta campaña (por el sí), pues el Partido Conservador ha
perseguido la visión europea casi tanto
tiempo como ha existido como partido”, declaró de entrada Thatcher, quien aludió como precedentes a Disraeli, Winston
Churchill –que defendió unos Estados Unidos de Europa y en plena guerra ofreció
a Francia una federación–, Harold Macmillan y Edward Heath. “Durante cientos de años los pueblos de Gran Bretaña han escrito la
Historia. ¿Queremos que las futuras generaciones sigan escribiendo la Historia
o que simplemente la lean?”, se preguntó la futura Dama de Hierro, quien
no expresó duda alguna sobre lo que
debía hacerse: permanecer en Europa para influir en sus decisiones. Escuchando
a May parecería que no sólo fuera de otro partido, sino de otra galaxia...
Cierto es que Thatcher, desde Downing Street, viraría después hacia un euroescepticismo activo y chantajearía
constantemente a la UE –al grito de “Give my money back!” (¡Devuélvame mi
dinero!)–, pero eso no hace sino confirmar la volatilidad de las convicciones
europeas de los tories. Acaso no pasarán muchos años, cuando los efectos
perniciosos del Brexit caigan sobre los hombros de los que tan alegremente lo
han votado, cuando los británicos vean que
las viejas glorias imperiales no regresarán jamás y que su “gran país”
es en realidad un “pequeño país”, que
les volveremos a ver llamando a la puerta. A fin de cuentas, las mayorías
también son cambiantes. Y frágiles. Como subrayaban unas compungidas jóvenes
británicas europeístas en una pancarta tras el triunfo del Bréxit, el 51,9% de
los que votaron por irse de Europa –con una participación del 72,2%– sólo
representaban el 37% de los electores. “Y el 37% no es una mayoría”.
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