En una zona de dunas próxima a La Haya, la capital de los Países Bajos,
se erige el memorial de Waalsdorpervlakte. En el lugar, una campana, cuatro
sencillas cruces y una estela más austera todavía conmemoran la ejecución de
250 resistentes holandeses a manos de las tropas alemanas durante la Segunda
Guerra Mundial. En el mismo lugar sería fusilado tiempo después, en 1946, el
colaboracionista Anton Mussert, jefe del partido nacionalsocialista neerlandés,
que colaboró activamente con los ocupantes y fue declarado culpable de alta
traición.
También Holanda tuvo a sus nazis en los años treinta y cuarenta del siglo
pasado. ¡Quién no los tuvo! Ningún país de Europa se libró de movimientos de
ultraderecha, de corte nacionalsocialista o fascista, en aquellos turbulentos y
feroces tiempos. Fundado a finales de 1931 por Mussert, el Movimiento
Nacionalsocialista en los Países Bajos (NSB) intentó como todos pescar en el
río revuelto de la Gran Depresión –al principio, sin el rasgo antisemita que
adquiriría después–, pero nunca logró sobrepasar el 4% de los votos en unas
elecciones legislativas. Quizá por ello, cuando Hitler se hizo con el control
del país en 1940 –en sólo cinco días– no hizo demasiado caso a su camarada
neerlandés y, a diferencia de Francia con el régimen de Vichy, nombró una
administración militar de ocupación, al frente de la cual colocó al nazi austríaco Arthur Seyss-Inquart, dejando
a Mussert el poco digno puesto de florero.
No es que no hubiera filonazis en Holanda. Como habitualmente sucede en
estos casos, las afiliaciones al partido se multiplicaron bajo la ocupación
alemana. Siempre hay gente con la suficiente clarividencia –y falta de
escrúpulos– para saber qué debe hacer para medrar. Y como en tantos otros
países europeos, quienes acabaron pagando el pato fueron sobre todo los judíos.
La tristemente célebre Anna Frank, cuyo escondite en Amsterdam fue posiblemente
descubierto por la denuncia de algún vecino desaprensivo, fue sólo una de los
más de 100.000 judíos deportadas desde
Holanda a los campos de exterminio en el Este de Europa. Pero de ahí a pensar
en los Países Bajos como un país colaboracionista va un largo trecho. Todavía
hoy, en esas tierras bajas ganadas al mar, la opinión general sobre los
alemanes está teñida de resentimiento.
El presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, probablemente no tuvo para
nada en cuenta la historia cuando acusó a los holandeses de nazis y fascistas
por prohibir la intervención de dos de sus ministros en mítines políticos en su
país. Tampoco le importaba nada si su acusación era justa o injusta, cierta o
incierta. Si algo tienen en común los populistas de todo el orbe es su olímpico
desprecio por la verdad, un concepto que cotiza políticamente a la baja. Lo
importante es la efectividad del mensaje –ya lo decía Goebbels– y a Erdogan le
venía bien para movilizar a las masas de turcos residentes en Europa con el fin
de que voten afirmativamente, en el referéndum del 16 de abril, a la reforma
constitucional con la que pretende instaurar un régimen presidencialista en
Turquía y tomar así todo el control.
A pesar de que la campaña de improperios desde Ankara no ha cesado desde
entonces, lo cierto es que los holandeses desmintieron rotundamente a Erdogan
con su voto en las elecciones legislativas del pasado miércoles, al desechar
los cantos de sirena del xenófobo Geert Wilders –líder del ultraderechista
Partido por la Libertad– y votar masivamente por partidos de centro, con un
respaldo especial a los más proeuropeos. Cierto, Wilders –con un 13% de los
votos– tiene un apoyo con el que nunca soñó Anton Mussert, del que no deja de
ser una versión edulcorada. Pero también lo es que, a pesar de todo el viento a
favor, su avance electoral no le ha permitido recuperar los niveles que
consiguió en el 2010 (15%) y que, aún siendo el segundo partido en sufragios,
no deja de ser una formación minoritaria. Lo más significativo, lo fundamental
del voto del miércoles, es que Holanda ha roto la terrible secuencia nacionalista-xenófoba
iniciada en junio del 2016 con la victoria del Brexit en el Reino Unido y
seguida en noviembre con la elección de Donald
Trump como presidente de Estados Unidos. Y que amenazaba, en una especie
de efecto dominó, a los Países Bajos y a
Francia.
El mismo miércoles, mientras los holandeses votaban contra la xenofobia,
Trump visitaba la tumba del presidente Andrew Jackson (1767-1845), en Nashville, para rendirle homenaje con
motivo del 250 aniversario de su nacimiento. A Trump le gusta compararse con el
general Jackson, séptimo presidente de EE.UU. (1829-1837), de quien tiene un
retrato colgado en el despacho Oval. Conocido a la sazón como el presidente del
pueblo, Jackson también desarboló con su elección al establishment de la época.
Pero puestos a buscar paralelismos, Andrew Jackson era también un racista
integral, que después de haberse bregado como militar en las masacres de los
indios creek pasó a la historia por haber decretado en 1830 la deportación
masiva de los indios norteamericanos a reservas en el Oeste. Uno de los
ejecutores más despiadados de esta política, responsable de la operación de
destierro conocida como el Sendero de las Lágrimas –donde murieron 4.000
cheyennes– fue su sucesor en la Casa Blanca, Martin Van Buren. Ironías de la
historia, el primer presidente de EE.UU. de lengua y origen neerlandés...
“La gran masa siempre se inclina hacia el lado donde se halla el centro
de gravedad en cada momento”, escribió un abatido Stefan Zweig en 1941, en
plena guerra mundial. El pasado miércoles, y para alivio de toda Europa, los
holandeses acaso desplazaron el centro de gravedad.
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