La leyenda atribuye al tiránico y excéntrico emperador Nerón
la decisión de provocar el pavoroso incendio que devastó Roma en julio del año
64 con la supuesta intención de rehacer la capital del imperio a su antojo y
medida. La mordaz Bernadette Chirac debió ver en el napoleónico Dominique de
Villepin, mano derecha de su marido en el Elíseo –antes de caracolear en la ONU
como titular de la cartera de Exteriores y acabar de primer ministro–, claros
impulsos pirómanos cuando decidió apodarle Nerón... El gran hecho de
armas que mereció semejante mote fue convencer en 1997 al entonces presidente
de la República, Jacques Chirac, de disolver la Asamblea Nacional –donde la
derecha tenía la mayoría, aunque preñada de sectores disidentes– y convocar
elecciones anticipadas con el objetivo de lograr un Parlamento más afín.
Aquella maniobra –haría bien en tenerlo en cuenta la premier
británica, Theresa May, que se ha lanzado al mismo precipicio– se tradujo en
uno de los mayores fiascos políticos de la V República y abrió la puerta a la
conocida como tercera cohabitación: con un presidente conservador obligado a
nombrar un primer ministro socialista, Lionel Jospin. Anteriormente se habrían
producido otras dos a la inversa, con François Mitterrand en el Elíseo y dos
jefes de Gobierno de derechas, Jacques Chirac en 1986 y Édouard Balladur en
1993. Y aún se podría hablar de una cohabitación prólogo, en 1974, en esta
ocasión entre dos figuras rivales del campo de la propia derecha: el
democristiano Valéry Giscard d’Estaing en el Elíseo y el eterno Jacques Chirac
en Matignon...
Persuadidos de que la causa de tales desajustes, que han
tenido siempre como efecto una acusada parálisis política, era la discordancia
entre el mandato presidencial (siete años) y el parlamentario (cinco años), en
el año 2000 Chirac impulsó una reforma constitucional para instaurar el
quinquenato universal. Este cambio, junto al realineamiento de las elecciones
presidenciales y legislativas (estas últimas, un mes después de las primeras),
debía a priori garantizar que el presidente electo tendría garantizada de forma
natural y consecutiva la mayoría en la Asamblea Nacional. La cohabitación
parecía cosa del pasado... Hasta anoche.
Muchos análisis podrán hacerse en los días venideros sobre
las causas y las implicaciones del seísmo político que se produjo ayer en
Francia. Sobre la inquietante pujanza de la extrema derecha, por más que su
resultado haya quedado ligeramente por debajo de las expectativas. Y por el
hecho sustancial de que, por primera vez en la historia del régimen
presidencialista instaurado por el general De Gaulle en 1958, los dos grandes
partidos políticos de Francia –Los Republicanos (última denominación de la gran
formación de la derecha) y el Partido Socialista (PS)– han quedado eliminados
en la primera vuelta de unas elecciones presidenciales. Los socialistas ya
había sufrido tal humillación en el 2002, cuando Jean-Marie le Pen –el padre de
la actual líder del ultraderechista Frente Nacional– desplazó al entonces
primer ministro Lionel Jospin fuera de la carrera presidencial. Pero nunca lo
había padecido la derecha. Y menos aún los dos a la vez.
Habrá que ver las consecuencias, para ambos partidos, de
semejante desastre electoral, particularmente del PS. Pero, por lo que hace a
las causas, parece claro que las dos fuerzas se dispararon un tiro en el pié al
elegir, inesperadamente, en las respectivas primarias, a dos candidatos
demasiado contrastados: el conservador ultracatólico François Fillon, con un
programa declaradamente thatcherista y lastrado por los escándalos, y Benoît
Hamon, representante de la minoritaria ala izquierda del PS y uno de los
contestatarios que han erosionado desde dentro el gobierno de François
Hollande. Sin tan osadas elecciones de casting, tan alejadas del centro político,
un outsider como Emmanuel Macron, sin partido y sin tropas, lo hubiera
tenido muy difícil para quebrar el corsé del sistema mayoritario.
Ahora, el exministro de Economía de Hollande, que se bajó
del carro en marcha, tiene altísimas probabilidades de resultar elegido
presidente de la República en la segunda vuelta del 7 de mayo –Fillon y Hamon
se apresuraron anoche a pedir el voto para el candidato social-liberal con el
fin de frenar a la extrema derecha–, pero no tendrá las manos libres. Tampoco Marine
Le Pen en el caso poco probable, pero no imposible, de que diera la sorpresa.
El sistema electoral mayoritario, implacable con las fuerzas
minoritarias, sigue vigente. Y tanto si el nuevo inquilino del Elíseo es Macron
como Le Pen es improbable que el movimiento En Marche! o el FN consigan la
mayoría en el Parlamento en las legislativas del próximo mes de junio, donde
republicanos y socialistas seguirán teniendo un peso decisivo. El próximo
presidente francés, sea quien sea, se verá muy probablemente obligado a pactar
y a ceder. La cuarta cohabitación está servida.
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