"Obedeciendo a una ley irrevocable, la historia niega a los contemporáneos
la posibilidad de conocer en sus inicios los grandes movimientos que determinan
su época”. Así escribía en 1941, poco antes de suicidarse en su exilio
brasileño, el malogrado escritor e intelectual austríaco Stefan Zweig en su
magnífica y estremecedora obra póstuma El mundo de ayer (Die Welt von Gestern),
donde relata consternado el derrumbe moral de Europa y su suicidio en las dos
guerras mundiales. Para Zweig, un hombre de la Europa ilustrada de finales del
siglo XIX, tras cuatro décadas de paz y en plena etapa de prosperidad, el
continente parecía definitivamente
ganado para la causa de la razón. Sin embargo, el mecanismo que había de
conducir al cataclismo se había puesto ya inadvertidamente a funcionar.
“Nunca he amado tanto a nuestro Viejo Mundo como en los últimos años
antes de la Primera Guerra Mundial, nunca he confiado tanto en la unidad de
Europa, nunca he creído tanto en su futuro como en aquella época, en la que nos
parecía vislumbrar una nueva aurora. Pero en realidad era ya el resplandor del
incendio mundial que se acercaba”, confesó Zweig, que murió convencido de que
todos sus sueños habían quedado definitivamente arruinados.
Europa hubo de desangrarse dos veces para encontrar el camino de la
unidad y de la redención. Sin embargo,
tras más de setenta años de paz, las fuerzas oscuras vuelven a agitarse en el
horizonte. Y lo que es peor: no sólo en Europa, sino también en América.
Proteccionismo a ultranza, nacionalismo excluyente, xenofobia furiosa,
reaparecen con renovadas fuerzas en todos los rincones a caballo de nuevas
fuerzas populistas, de Estados Unidos a Hungría, de Polonia al Reino Unido, de
Francia a los Países Bajos... Este auge del populismo, basado en una defensa de
la identidad y una demonización del otro, al que se “deshumaniza”, como
denunciaba recientemente el secretario general de Amnistía Internacional, Salil
Shetty, está llegando a “una escala no vista desde los años treinta del siglo
pasado”. Mientras, el repliegue en los intereses nacionales está imponiendo “un
orden mundial más agresivo y belicoso”.
Fiel a su retórica tabernaria, Donald Trump proclamó a principios de esta
semana su determinación de que Estados Unidos “vuelva a ganar guerras otra
vez”, mientras anunciaba su voluntad de aumentar en 54.000 millones de dólares
(casi un 10%) el presupuesto de defensa. Pero no ha hecho falta que llegara el
nuevo presidente norteamericano, empeñado también en que los aliados europeos
de la OTAN aumenten sus gastos militares hasta llegar al 2% del PIB, para que
el mundo se rearme. De hecho, hay países que llevan ya unos años haciéndolo,
sobre todo en la región de Asia-Pacífico, una de las más calientes del globo, y
la compraventa de armas en el mundo ha alcanzado niveles no vistos desde la
Segunda Guerra Mundial.
Ahora bien, en este preocupante escenario, hay un factor fundamental que
pesará de forma decisiva en la evolución de los acontecimientos: el papel
de Estados Unidos. La retórica bélica de
Donald Trump y toda la parafernalia que rodeó su visita el jueves al
superportaviones Gerald R. Ford, apenas enmascara el hecho de que el presidente
de EE.UU. (America first!) defiende en realidad una política aislacionista, que
rompe con la doctrina histórica de la política exterior estadounidense. Una
ruptura en lo general y en lo particular, pues para la nueva administración de
Washington la Rusia de Vladímir Putin ha dejado de ser el enemigo número uno –ni
siquiera había una mención a Moscú en el memorándum de las prioridades de
defensa que se empezó a discutir durante el periodo de transición– para pasar a
ser un posible cómplice.
Muchas son las suspicacias que rodean las oscuras relaciones del equipo
de Trump con los rusos, pero aun siendo graves no es lo que más inquieta a
algunos analistas, que pese a toda la palabrería ven más elevado que nunca el
riesgo de una confrontación militar con Rusia. O con China...
El historiador y ensayista Robert Kagan, un neoconservador que sirvió en
la Administración Reagan y asesoró a John McCain para acabar abominando de
Trump y apoyando a Hillary Clinton, escribió un artículo el mes pasado en Foreign Policy titulado
dramáticamente Regreso a la Tercera
Guerra Mundial, en el cual alertaba de que
el abandono por Estados Unidos de su papel de garante del actual orden mundial, el
debilitamiento de los países democráticos y la aceptación de esferas de
influencia de potencias como Rusia o
China –cuyas ambiciones tenderán a crecer–, pueden acabar conduciendo a la
guerra. De hecho, apunta, fue el
repliegue iniciado ya por Obama el que permitió a Moscú llegar adonde llegó en
Georgia, en Ucrania y en Siria.
“Aceptar el retorno a las esferas de influencia no calmaría las aguas internacionales.
Simplemente retornaría al mundo a las condiciones en que estaba a finales del
siglo XIX, con grandes potencias compitiendo y chocando”, lo cual acabó
desembocando en las dos guerras mundiales. Para Kagan, es urgente frenar esta
deriva ahora mismo y no esperar a ver las orejas del lobo: “Fue en los años
veinte, y no en los treinta, cuando las potencias democráticas tomaron las más
importantes y, en última instancia, fatales decisiones”, recuerda.
En una novela titulada 2017. War with Russia, el general británico
Richard Shirref –ex comandante de la
OTAN en Europa– imagina a Moscú, envalentonado por la pasividad occidental,
invadiendo las repúblicas bálticas y desencadenando una guerra fatal. Para el
autor, no se trata de un escenario inverosímil. Al contrario. Entrevistado el
año pasado en Newsweek por Alexander Nazaryan, el general alertaba, sombrío:
“Estoy preocupado, muy preocupado, de que vamos como sonámbulos hacia algo
absolutamente catastrófico”.
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