sábado, 13 de agosto de 2016

Yo delato, tú delatas, él delata...

La carta lleva fecha del 28 de julio y no va firmada. En ella sólo aparece el membrete del Ayuntamiento de Barcelona y el nombre del área de Ecología Urbana. Repartida por los buzones de varios barrios de la ciudad, la misiva invita a los barceloneses a delatar a aquellos de sus vecinos de quienes sospechen que alquilan ilegalmente su piso a turistas... El objetivo puede parecer defendible. Pero los medios para alcanzarlo harían sin duda las delicias del tenebroso Joseph Fouché (1759-1820), el legendario ministro del Interior de Napoleón Bonaparte, que hizo de la delación la base de su poder.

Ambicioso, oportunista, escurridizo y astuto, fascinante también en su oscuridad, el traidor Fouché –“Yo soy y seré servidor de los acontecimientos”, dijo una vez para justificar sus cambios de bando y de señor, de Robespierre a Napoleón y a Luis XVIII– es considerado el padre de la policía moderna. “La intriga le era tan necesaria a Fouché como el alimento”, anotaría amargamente el emperador caído en su Mémorial.

El poder de Fouché, y su propia supervivencia, en aquellos agitadísimos años de la historia de Francia y de Europa, se debió a una sola cosa: la información. Nada pasaba, en ningún rincón del país, sin que el ministro de la Policía tuviera conocimiento. Con una gran habilidad y visión, Fouché desplegó en Francia una vasta red de agentes, informadores, mercenarios y delatores, así en los barrios populares como en los cenáculos de la oposición jacobina y en los propios salones del poder. Todo el mundo, el emperador incluido, era espiado, escrutado. Como recuerda Stefan Zweig en su genial retrato del controvertido político francés, el ministro llegó a alardear de haber tenido como informante a la mismísima Josefina Bonaparte, futura emperatriz. Nadie en todo el Imperio sabía tanto como Fouché.

La delación ha sido, históricamente, uno de los instrumentos esenciales de cualquier policía. Pero es en los regímenes dictatoriales donde el sistema adquiere su dimensión más pérfida, al convertirse también en un instrumento de difundir el terror. Esta perversa mecánica alcanzó su paroxismo en los dos grandes Estados totalitarios del siglo XX en Europa: la Alemania nazi y la Rusia soviética.

En un reciente libro –La Gestapo. Mito y realidad de la policía secreta de Hitler–, el historiador británico Frank McDonough describe hasta qué punto el cuerpo fundado por Herman Göring y dirigido entre 1936 y 1942 por el sanguinario Reinhard Heydrich apoyaba su acción no tanto en una amplia red de agentes –sus efectivos fueron bastante limitados, antes de la guerra– como en la voracidad delatora de los alemanes mismos, dispuestos a denunciar al vecino de cualquier futilidad, cierta o incierta, por pequeñas o grandes venganzas personales, ajustes de cuentas miserables, inconfesables envidias e intereses fraudulentos, cuando no criminales. O por miedo.

“La propaganda nazi sugería que la Gestapo era una gran organización con espías por todas partes, pero nada estaba más lejos de la realidad”, subraya McDonough en una entrevista en el blog especializado WWII Nation. “La Gestapo –prosigue– animaba activamente a los ciudadanos alemanes a denunciar a vecinos, amigos, familiares y colegas que expresaran puntos de vista de oposición”. Y hay que decir que se dedicaron con ahínco: “La gran mayoría de los casos de la Gestapo empezaron con la denuncia de gente ordinaria, así que la población alemana colaboró con el terror nazi”.

Josif Stalin, que llevó a millones de ciudadanos soviéticos a los campos de trabajo y a la muerte por la más leve sospecha de disidencia –y a veces ni eso–, no se quedó atrás y, a través de la policía política de la época –el temido NKVD comandado por el siniestro Lavrenti Beria–, convirtió a la extinta Unión Soviética en un país de víctimas y verdugos. “¿Quiere que le diga por qué no juzgamos a Stalin? Se lo diré… Juzgar a Stalin implicaba también juzgar a nuestra familia, a nuestros conocidos, a nuestros seres queridos”, constataba no sin pesar el hijo de una de las víctimas del estalinismo en el espeluznante libro-testimonio de la premio Nobel Svetlana Alexiévich El fin del ‘Homo sovieticus’.

Cuando Gorbachov los desclasificó, Yelena Yúrievna escudriñó en cientos de expedientes de presos políticos y lo que descubrió le puso los pelos de punta: “Hermanos denunciando a sus hermanos, vecinos denunciando a sus vecinos (…) De un lado estaba el Estado, que trituraba a las personas; del otro, las personas, que no tenían piedad con sus semejantes. Eran los hombres adecuados para un régimen como aquél”. Le llamó especialmente la atención el caso de una mujer denunciada por una vecina –y supuesta amiga– con el único fin de quedarse a su hija y ganar una habitación más en la kommunalka donde residían... Diecisiete años pasó aquella mujer en un campo de trabajo. Y un día, ya de vuelta, gracias a la perestroika pudo acceder a su expediente y descubrir la verdad: “¿Usted lo entiende? Yo soy incapaz. Y aquella mujer tampoco pudo entenderlo, de manera que volvió a casa, se anudó una soga al cuello y se ahorcó”.

Cuba celebra hoy con grandes fastos el 90.º aniversario de Fidel Castro, un mito revolucionario tan venerado como odiado. El régimen castrista no es ni mucho menos tan sanguinario, pero ha copiado aplicadamente algunos de los mecanismos soviéticos. A lo largo de todo el país, en cada ciudad, en cada manzana, en cada inmueble, los 136.000 voluntarios de los llamados Comités de Defensa de la Revolución vigilan a sus vecinos y alertan de todo síntoma de desafección. Cuando no los hostigan. Entre sus atribuciones –porque también realizan tareas cívicas– no está por ahora la de detectar pisos turísticos ilegales. Aunque, visto el desembarco de Airbnb en Cuba, todo puede llegar... 


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