sábado, 20 de agosto de 2016

Descreídos y desnortados



Todo aspirante a integrar las filas del Estado Islámico (EI) tiene que rellenar un formulario –ningún Estado que se precie, aunque de él sólo tenga el nombre, puede existir sin burocracia– en el que, entre otras cuestiones, se inquiere sobre la experiencia profesional. En el suyo, un turco de 24 años sin más oficio ni beneficio anotó con llana sinceridad: “Vendedor de droga”. Semejante actividad, contraria a los principios del islam, no fue óbice para que el aspirante fuera aceptado. “¡Que Dios nos perdone!”, anotó a bolígrafo el yihadista que lo reclutó. Y que de puertas afuera sería seguramente el primero en dictar penas de latigazos, amputaciones y lapidaciones en nombre de la presunta ley de Dios...

La anécdota está entresacada de un estudio realizado por el Combating Terrorism Center (CTC) –un organismo norteamericano vinculado a la academia militar de West Point– a partir de 4.600 fichas obtenidas por la cadena de televisión NBC de un antiguo militante del EI. Cada candidato debía responder a 23 preguntas, lo cual permite trazar un perfil bastante ajustado del yihadista medio. La mayoría son jóvenes (26-27 años), solteros (61%), formados (30% con estudios secundarios, 22% con estudios superiores) y sin actividad laboral, o sea, en el paro (65%). Pocos (sólo el 12%) están dispuestos al martirio –ni siquiera con el anzuelo de las bellas huríes del paraíso–. Y aún menos (5%) conocen en profundidad la ley islámica.

Este es uno de los principales y mayores equívocos de la yihad. Una guerra desatada en nombre de Dios y de la religión verdadera cuyos combatientes apenas tienen idea de lo que defienden. Particularmente los occidentales, muchos de los cuales –pese a su origen– ni siquiera balbucean el árabe. Gran parte de los yihadistas surgidos de los barrios suburbiales de Francia, Bélgica, Alemania o el Reino Unido no pisaban jamás la mezquita en su vida anterior –aunque sí las discotecas–, tenían unos hábitos más bien poco piadosos –donde no faltaba el sexo y el alcohol–, ignoraban los fundamentos de su propia religión –algunos han confesado haber encargado por Amazon el libro L’islam pour les nuls – y no pocos de ellos se dedicaban al robo y el narcotráfico. Nada que importune, curiosamente, a la dirección del Estado Islámico, que mientras retrocede militarmente en Siria y Libia se apunta con alegría la autoría de todo atentado que cometa en su nombre cualquier desequilibrado (a quien, de acuerdo con su desquiciada ley, en otras circunstancias le cortarían la mano o le defenestrarían, como hacen con los desdichados homosexuales que caen en sus manos)

La religiosidad de los propios dirigentes del EI, cuyo núcleo originario son oficiales y soldados suníes del desmantelado ejército regular de Sadam Husein –el error sin duda más trágico que cometió en el 2003 el administrador norteamericano Paul Bremer–, es cuanto menos tibia. Su autoproclamado califa , el iraquí Abu Bakr al Bagdadi, es presentado como un hombre profundamente religioso y gran conocedor del islam. Sin embargo, los pocos testimonios que hay de quienes le conocieron en su vida pasada –cuando era un joven retraído, callado y solitario– no ponen demasiado el acento en su fervor místico. Y algunos ­expertos, como Sajad Jiyad –politólogo iraquí asentado en Londres, citado por Newsweek –, consideran que su gran piedad no es más que una “leyenda”, una invención del aparato de propaganda del EI.

Sus acólitos europeos no son más piadosos. El autor de la matanza de Niza de este verano, Mohamed Lahouaiej Bouhlel –quien lanzó su camión contra la multitud en el paseo de los Ingleses y causó la muerte a 85 personas–, un tunecino residente en Francia, era un hombre violento, con problemas psiquiátricos y antecedentes como maltratador. ¿Rezaba? Quién sabe. Pero apenas pisaba la mezquita y pasaba de ayunar durante el Ramadán. También bebía alcohol, fumaba porros y comía cerdo. Bisexual, tras la separación de su mujer, multiplicaba las relaciones con mujeres y hombres indistintamente. Su reconversión y radicalización islamista fue tardía. Y vertiginosa: cuestión de semanas.

Cuando se rasca en otros casos similares, salen perfiles muy parecidos. En todos, la religión es mero pretexto. Un retrato robot realizado por el Centro de Prevención contra las Derivas Sectarias del Islam (CPDSI) –dependiente del Ministerio del Interior francés– recoge varias constantes: en su mayoría, los yihadistas franceses son jóvenes de la banlieue con una infancia desgraciada y un historial vinculado a la pequeña delincuencia y a la prisión. La mayoría de ellos ha redescubierto –o se ha convertido– el islam más tarde, después de llevar una vida descreída. Lo que les conduce a la yihad no es la fe en Dios, sino el sentimiento de exclusión social transformado en odio. Y no es justamente en las mezquitas donde se apuntan al islamismo radical, sino a través de internet (donde los captadores del EI usan descaradamente la mitología de los videojuegos de guerra). Junto a estos jóvenes marginales, han aparecido más recientemente individuos de clase media, generalmente de familias ateas, con problemas de adaptación o depresión, que buscan algún sentido a su vida.

En el 2011, el consultor Hakim el Karoui, a la sazón director adjunto del Banco Rothschild y presidente del Instituto de las Culturas del Islam, de París, alertaba en estas páginas del riesgo que se incubaba en los suburbios: “La situación en las cités es muy peligrosa porque ahí la integración falla”, decía sentado en un café de la capital francesa. Seis años atrás, el malestar social había explotado dando lugar a la revuelta de las banlieues del otoño del 2005. Ahora, ese odio incubado en los barrios de extrarradio, que tan magistralmente anticipó en 1995 Mathieu Kassovitz en su película La Haine, ha encontrado su vehículo ideal en la yihad. La religión es sólo el envoltorio.


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