sábado, 27 de agosto de 2016

Nicolas II

   

En Francia, todo –o casi todo– es "petit", o susceptible de serlo. Aunque no pequeño... La ausencia de sufijos diminutivos en la lengua francesa ha generalizado el adjetivo, que sin embargo ha adquirido con los siglos variados matices y significados. Hasta el punto de que el tamaño es lo que menos importa... Uno puede levantarse por la mañana bien temprano, a la hora del "petit matin", tomar un "petit-déjéuner" con su "petite amie" (o "petit ami") y salir a dar una "petite promenade" por París, antes de ir a comer a un "petit resto" que –en el caso de estar de vacaciones– puede desembocar en una "petite sieste", antes de salir de nuevo a tomar unas copas en "petit comité"... El apego de los franceses al adjetivo "petit" contrasta con los pocos estudios lingüísticos que existen al respecto.

Así lo subrayaba, en una conferencia pronunciada en el 2012 en el Congreso Mundial de Lingüística Francesa, el profesor australiano Bert Peeters, quien apuntaba, entre sus funciones, la de suavizar un significado –en general, un gesto de buena educación–, minimizar la importancia de un hecho o subrayar una dimensión particular o afectiva.

 Sin duda, hay una cierta mezcla de voluntad de minimización y de afectividad en el concepto "petits blancs" (pequeños blancos) introducido hace tres años en el lenguaje político por el profesor Aymeric Patricot en su libro "Les petits blancs: un voyage a la France d’en bas" (Los pequeños blancos: un viaje a la Francia de abajo), a través del cual retrataba a la clase trabajadora francesa blanca, empobrecida, donde se incuba hoy un fuerte resentimiento anti sistema y anti inmigración.

Los "petits blancs" serían, según esta percepción, una suerte de minoría excluida y marginada en su propio país, olvidada por las élites acomodadas y bienpensantes de las grandes ciudades, y discriminada frente a una población de origen extranjero inmigrante que se beneficiaría ampliamente –según una de las leyendas urbanas más extendidas y arraigadas– de todas las ayudas. Un concepto similar al de los "white trash" de Estados Unidos.

Nicolas Sarkozy, en el mitin central de la campaña del 2012 en la plaza parisina de Trocadéro (Reuters)

Los "petits blancs" constituyen desde hace tiempo el electorado objetivo al que se dirige el Frente Nacional (FN) de Marine Le Pen, especialmente fuerte en las zonas obreras desindustrializadas y con gran concentración de inmigrantes. Y parecen haberse convertido también en el destinatario principal del discurso del expresidente Nicolas Sarkozy, líder del partido conservador rebautizado como Los Republicanos y aspirante –elecciones primarias mediante– a presentarse por tercera vez como candidato al Elíseo. 

Siempre hay algo de viejo en todo nuevo Sarkozy –un político que aspira a presentarse como un hombre en permanente renovación–. Y también lo hay en el Sarkozy edición 2017. Pero quien hoy aspira a coronarse el año que viene como Nicolas II tiene menos que ver con el reformador Nicolas I del primer quinquenio (2007-2012) que con el frustrado candidato derrotado por el socialista François Hollande hace poco más de cuatro años. Desoyendo a quienes, desde sus propias filas, le indicaban que las elecciones sólo se podían ganar desde el centro político, Sarkozy dio un acusado giro a la derecha en su campaña electoral, siguiendo los consejos de uno de sus asesores más influyentes, Patrick Buisson, un oscuro personaje surgido de las entrañas de la extrema derecha según el cual el combate electoral se disputaba en el terreno del FN. Sarkozy así lo hizo. Y perdió.

 Nicolas II no sólo va por el mismo camino, sino que da señales de hacerlo con aún más determinación, combatividad y desparpajo que en el 2012. Su lanzamiento como candidato a las primarias de la derecha esta semana –con la presentación de un libro-manifiesto, "Tout pour la France" (Todo por Francia), entrevistas y mítines– ha mostrado a las claras el terreno en que Sarkozy plantea batalla. Sus dos principales ideas fuerza son la identidad (léase, islam) y la seguridad (léase, terrorismo islamista). Y la forma en que las aborda recuerda dramáticamente a Donald Trump y Nigel Farage, no porque sí tanto los votantes del Brexit como los apoyos de Trump tienen la misma extracción social y perfil étnico –obreros blancos empobrecidos– que los que busca Sarko.

 Hace cuatro años Sarkozy perdió. Y cualquier podría estar tentado de pensar que el expresidente no ha aprendido la lección. Quizá esté en lo cierto... O quizá es sólo que se adelantó al momento. Hoy sus enmascaradas proclamas autoritarias y xenófobas –disfrazadas de firmeza y republicanismo laico– triunfan en toda Europa y en Estados Unidos. Nicolas II, en caso de ser nuevamente coronado, promete defender la “identidad nacional” y forzar la “asimilación” de los extranjeros –dificultando el acceso a la nacionalidad francesa y eliminando parcialmente el “derecho de suelo”–, frenar la “inmigración de masas” –restringiendo el reagrupamiento familiar, recortando las prestaciones sociales–, y poner coto al islam –prohibiendo los signos religiosos (léase el velo, además del burkini ) no sólo en las escuelas, sino en universidades, administraciones públicas, empresas... y colocando a los imanes de las mezquitas bajo control del Ministerio del Interior. En materia de seguridad, defiende poner en retención o bajo vigilancia no sólo a los yihadistas –una vez salgan de prisión–, sino a cualquier sospechoso de haberse radicalizado y representar una amenaza para el país, además de consolidar los registros domiciliarios –de día o de noche– más allá del estado de emergencia.

 Es más, mucho más, de lo que proponía en el 2012. Pero entonces aún no habían sucedido las matanzas del Bataclan ni del paseo de Niza... “No soy el candidato del agua tibia”, ha proclamado. La incógnita es cuánta gente hay hoy en Francia dispuesta a escaldarse.



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