sábado, 2 de abril de 2016

El Estado gaseoso

02/04/2016

“¿Saben por qué los belgas acostumbran a nadar por el fondo de la piscina? Porque en el fondo no son tan estúpidos...”. Chistes como éste, que presentan a los belgas como unos zoquetes, constituyen todo un género en Francia, donde –al margen de las glorias del arte, la cultura o el espectáculo, francófonas por supuesto– los vecinos del norte son objeto de chanza. Según parece, las historias belgas nacieron  –por resentimiento– en la segunda mitad del siglo XIX, cuando trabajadores belgas fueron contratados en las minas del norte de Francia para sustituir a  los mineros franceses en huelga. El hecho, en todo caso, es que por la vía del humor han acabado configurando en el imaginario francés un estereotipo sobre los belgas como pretendidamente imbéciles.

La rocambolesca cadena de errores cometidos por la policía belga en la prevención –primero– y en la investigación –después– de los atentados del pasado 22 de marzo en Bruselas, en los que murieron 32 personas, podría parecer una historia belga, un mal chiste, protagonizado por los inefables Hernández y Fernández (Dupont y Dupond, en el original de Hergé), tal ha sido el cúmulo de despropósitos.

Desde la anécdota de que un responsable policial acudiera a una reunión de crisis completamente borracho hasta el hecho –mucho más trascendente– de que Salah Abdeslam, el terrorista de los atentados del 13-N en París y miembro de la misma célula de los yihadistas de Bruselas,  capturado cuatro días antes, apenas fuera interrogado, todo apunta al absurdo. Pero, al margen de alimentar el cliché sobre los belgas, lo sucedido pone de relieve que las disfunciones observadas ya en el escandaloso caso del asesino y violador en serie Marc Dutroux, a finales de los años noventa, no sólo no han sido resueltas sino que forman parte del ADN belga.

El caso de la policía es tremendamente ilustrativo de un Estado en proceso de descomposición gaseosa. Con poco más de un millón de habitantes, el área metropolitana de Bruselas cuenta con seis distritos policiales diferentes, cada uno con sus respectivos responsables, y una gran superposición de instancias político-administrativas: 19 municipios, el gobierno de la región de Bruselas, tres comisiones comunitarias –francesa, flamenca y mixta– y el gobierno federal, cada cual con sus competencias. Lo que, unido a la desconfianza profunda entre flamencos y valones, convierte las tareas de coordinación en una hazaña.

Cuando el ministro del Interior, Jan Jambon –del partido nacionalista flamenco N-VA (Nieuw-Vlaamse Alliantie) de Bart de Wever– anunció su intención de “limpiar” Molenbeek, el municipio bruselense convertido en nido de yihadistas, fue rápidamente acusado por el exalcalde y exministro socialista Philippe Moureaux de utilizar métodos fascistas.  “Entre los flamencos populistas y los valones socialdemócratas las diferencias sobre seguridad no van a  tardar en emerger”, señalaba días atrás en el francés Journal du Dimanche el lingüista belga Jean-Marie Klinkenberg, profesor de la Universidad de Lieja y autor de “Pequeñas mitologías belgas”, para quien los atentados del 22-M pueden “acelerar la evaporación del Estado”...

Porque, de hecho, de eso se trata, de la “evaporación” de Bélgica, de su disipación, de su desintegración, un proceso que a algunos les parece ineluctable. El nacimiento del reino de Bélgica en 1831, tras su segregación de los Países Bajos, tuvo ya de por sí mucho de artificial, fue en cierto modo –por utilizar palabras del general De Gaulle– un “accidente de la historia” que acabó reuniendo en un solo país a dos comunidades, la flamenca –de habla neerlandesa– y la valona –francófona–, a quien sólo unía su católica aversión a los protestantes calvinistas del norte. Hoy el abismo que les separa no es sólo lingüístico, sino también político y económico, con una Flandes rica y conservadora y una Valonia empobrecida y socialdemócrata. Se dice, y no porque sí, que a los belgas sólo les une el rey, la selección nacional de fútbol y algunas cervezas  (el ex primer ministro Yves Leterme dixit). Por lo demás, cada cual hace su vida por su cuenta. “Si un camello es un caballo diseñado por un comité, entonces Bélgica  es un país diseñado también por un comité”, constataba recientemente en Foreign Policy el filósofo británico Glen Newey, profesor de la universidad de Leyden, en un artículo titulado “Breve historia de un país roto”.

La historia y la evolución política de Bélgica han dado lugar a un Estado complejo y fragmentado –entre regiones y comunidades lingüísticas, incluyendo una tercera minoría germanohablante–, y han alumbrado una sociedad anarcoide, rebelde y poco amante de la autoridad.

Tras su victoria electoral del 2010,  en que obtuvieron el 30% de los votos, los nacionalistas del la V-NA dejaron a Bélgica 541 días sin Gobierno –un récord–, tras lo cual impusieron   la definitiva atomización del Estado a través de la devolución a las regiones y comunidades  de buena parte de las competencias del Estado federal, que quieren reducir a una “cáscara vacía”. A cada ofensiva flamenca, en Valonia hay quien piensa seriamente en un futuro divorcio. Y una minoría –nucleada en torno al partido RWF (Rassemblement Wallonie-France)– defiende la reintegración en Francia, a la que ya perteneció entre 1793 y 1814. Pero no parece que tal extremo vaya a plantearse de verdad algún día. Empezando porque ni los propios nacionalistas flamencos piensan realmente en la independencia. Con una sociedad dividida y una Europa en contra, es algo demasiado difícil... Así piensa Bart de Wever,  quien prefiere  acabar con el Estado belga por la vía de los hechos. Vaciándolo de contenido, dejando sólo la carcasa.

En el 2007, un bromista belga publicó un irónico anuncio en eBay: “En venta, Bélgica, un reino en tres partes... En oferta, gratis, el rey y su corte (costes no incluidos)”.



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