sábado, 16 de abril de 2016

El nombre de la cosa

16/04/2016

Una matrícula corsa, con su característica cabeza de moro, es un bien apreciado en Francia. Algunos automovilistas la piden para poder ir de vacaciones a la isla con la tranquilidad de no ser identificados como forasteros. Otros la compran convencidos de que, confundidos con corsos –sea por su supuesto mal carácter o su tradición mafiosa–, nadie les va a toser en la carretera ni a rayar el coche. Incluso los agentes de tráfico –creen saber– les pararán menos. Verdad o infundio, lo cierto es que las matrículas con los símbolos corsos son de las más vendidas del país.

No se trata de un tráfico ilegal. ¡Lejos de ahí! Las nuevas matrículas, introducidas en el 2009 por Nicolas Sarkozy, autorizan por primera vez la posibilidad de mostrar, junto a la combinación alfanumérica oficial, el tradicional número del departamento y el nombre y distintivo de la región. Pero no necesariamente la de residencia: cada cual puede escoger la región y departamento a los que quiere pertenecer, ya sea por nacimiento, por apego o por puro interés...

Este cambio (que en España fue rechazado por la legendaria flexibilidad de un José María Aznar imbuido de jacobinismo) fue saludado por algunos como un reconocimiento a la diversidad regional de Francia. Pero en realidad no fue más que puro maquillaje. Detrás de tal gesto, la realidad regional ha seguido sepultada por el secular uniformismo francés. Francia es París y todo lo demás, provincia, como tan fielmente retrata el inefable Jean-Pierre Pernaut en el costumbrista informativo televisivo del canal TF1.

En Francia, las regiones pintan muy poco y sus competencias son ridículas al lado de las de las comunidades autónomas españolas: gestión del transporte ferroviario regional y de los edificios de los centros de enseñanza secundaria, un cierto grado –moderado– de planificación territorial, y la distribución de subvenciones y ayudas a empresas y entidades. Eso es todo. Y cuando alguna vez se ha pretendido ampliar sus atribuciones, se ha planteado siempre a costa de los consejos generales de departamentos (equivalente a nuestras diputaciones), nunca del poderoso Estado central.

El momento más lastimoso de la historia reciente del regionalismo francés lo constituye la nueva división regional que entró en vigor el pasado 1 de enero, por la que –en aras de la simplificación administrativa– se redujo el número de regiones en la metrópoli de 22 a 13. Es decir, borrando nueve de un plumazo, en la más pura tradición del despotismo (más o menos ilustrado). El mapa definitivo se dibujó materialmente en el Elíseo, quitando de aquí y poniendo allá en función de motivos a veces tan aleatorios como la capacidad de presión de los barones territoriales socialistas, y totalmente al margen del sentir de los ciudadanos. Bretaña, por ejemplo, perdió la oportunidad de reunificar su territorio histórico por las disputas entre los hombres fuertes de sus dos capitales: Rennes y Nantes. Esta última ha seguido desgajada e integrada en la región de Pays de la Loire.

La agregación de regiones ha creado una suerte de engendros históricos cuya artificiosidad queda patente en los nombres adoptados hasta ahora de forma provisional: Champaña-Ardena-Lorena-Alsacia, o bien Poitou-Charentes-Aquitania-Limusín. Los nombres compuestos son traicioneros y pueden dar lugar a resultados tan imprevistos como absurdos. Así, la región Provenza-Alpes-Costa Azul –que, ésta sí, se mantiene inalterable– ha acabado siendo conocida como “PACA”...

De modo que para evitar nuevos artefactos lingüísticos que en nada favorecen la identificación de los habitantes con su nueva región, el Gobierno abrió un plazo, que acaba el próximo 1 de julio, para buscar nuevos nombres, pulsando la opinión ciudadana (pero reservando la decisión a los cargos electos). En algunos casos, la decisión ya ha sido tomada y ha dado lugar a apelaciones asépticamente geográficas –siempre referidas a Francia, claro está– tipo Hauts-de-France o Grand Est.

Uno de los lugares donde este debate ha provocado mayor controversia es en la nueva macrorregión Midi-Pirineos-Languedoc-Rosellón, cuyo nombre actual es insostenible. El problema es que los cinco nuevos nombres inicialmente barajados por el consejo regional, que preside la socialista Carole Delga, irritaron sobremanera a buena parte de los catalanes del norte, que lanzaron una campaña de protesta y boicot de la consulta popular por negar toda referencia explícita a la identidad catalana: Languedoc, Languedoc-Pirineos, Occitania, Occitania-Rosellón y Pirineos-Mediterráneo fueron los seleccionados. El movimiento reclamaba la inclusión y reconocimiento oficial de la palabra Catalogne. ¡Una primicia!

¿Una segunda Catalunya al norte de los Pirineos? La mera idea debía producir un acusado vértigo en algunos despachos, y más aún en estos tiempos de irredentismo independentista al sur de la cordillera. Y suscitó la oposición de partidos tan dispares como Los Republicanos de Sarkozy y los comunistas. Demasiada “confusión” con España... “Teniendo en cuenta el contexto de la Catalunya Sur, esta posición sectaria sólo puede alimentar el nacionalismo y separatismo catalán”, advirtió el PCF. Al final, los políticos han cedido a la presión y en la lista aprobada ayer por el consejo regional en Montpellier –que los ciudadanos podrán votar de aquí al 21 de junio–, en vez de Occitania-Rosellón ha aparecido una nueva versión, a modo de tercera vía: Occitania-País Catalán.

Es la segunda victoria catalana después de que en el 2005 otro movimiento de protesta consiguiera abortar la idea del iluminado y megalómano Georges Frêche de bautizar la región con el romano nombre de Septimania, en honor de la legión que conquistó el territorio allá por el siglo V. Dentro de nueve semanas y media se verá si obtienen la tercera, y definitiva.



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