@Lluis_Uria
¿Tontos útiles, los alemanes? La expresión, cruda y despiadada, la utilizó a los pocos días de iniciada la guerra en Ucrania el jefe de la delegación europea de Politico, Matthew Karnitschnig, al enjuiciar a los dirigentes alemanes y su condescendencia para con la Rusia de Vladímir Putin. No es una voz aislada. Las críticas caen como dardos desde hace semanas sobre Berlín. Vienen de todas partes, incluida la propia Alemania. Y no salvan a nadie. En el punto de mira se encuentra toda una generación de políticos, sin distinción de siglas –de democristianos a socialdemócratas–, que han fomentado y apadrinado el acercamiento hacia Moscú y que han dejado al país como rehén del Kremlin. Empezando por la hasta hace poco indiscutida excanciller Angela Merkel. Y acabando por su sucesor en la cancillería, Olaf Scholz.
La guerra de Ucrania ha
destrozado muchas cosas y arruinado muchas certezas. Y si hay un país en Europa
que ha quedado completamente desarbolado, este es Alemania. Una pieza
fundamental de su política exterior se ha venido estrepitosamente abajo. Su
política energética también. Y, con ella, un modelo económico que ahora está en
cuestión. Las palabras “error” y “equivocación” son hoy las más repetidas por
políticos y empresarios, en un acto de contrición colectivo que no por
necesario es en sí mismo suficiente.
“(Putin) cuenta con expresión
seria las mentiras más burdas y, cuando se le acusa de agresión, imputa la
responsabilidad a la víctima”, escribió la desaparecida Madeleine Albright, que
conoció al presidente ruso cuando era secretaria de Estado con Bill Clinton, en
su libro Fascismo, publicado en el 2018. Parecía una premonición. Estados
Unidos llevaba tiempo advirtiendo a Alemania sobre el peligro de confiar en la
palabra de Putin y depender energéticamente de Moscú, lo que consideraba un
error geoestratégico mayúsculo. Washington llegó a presionar fuertemente a
Berlín –Donald Trump el que más, con sanciones de por medio incluidas– para que
paralizara el segundo gasoducto con Rusia a través del Báltico, el Nord Stream
2, cuya construcción fue decidida después –y a pesar de– la anexión rusa de
Crimea y la invasión del Donbass en el 2014. Inasequible, Merkel no varió su
rumbo. Y su ex ministro de Finanzas, el actual canciller Scholz, aún se
resistía a suspenderlo cuando ya habían empezado los bombardeos sobre Ucrania
el pasado 24 de febrero. Al final, se avino.
La invasión de Ucrania por
las tropas rusas derrumbó en un instante una política de décadas: conocida como
Wandel durch Handel (el cambio a través del comercio), partía de la convicción
–interesada o no– de que la profundización de los lazos económicos y
comerciales con Rusia favorecería la evolución democrática del país y
reforzaría la seguridad común en Europa. Para nada ha sido así. Y ahora
Alemania se ve forzada a dar un giro de 180 grados. Zeitenwende es la expresión
de moda para subrayar este punto de inflexión... Por palabras no quedará.
La primera señal fuerte de
este cambio fue la decisión de Scholz de enterrar la política pacifista adoptada por la Alemania
de posguerra. El canciller alemán anunció el incremento del presupuesto de
defensa hasta el 2% del PIB, con una inversión extraordinaria de 100.000
millones de euros, y el levantamiento del veto a entregar armas a Ucrania (a la que en vez de
cascos se acabarán enviando carros y obuses). Espectacular. Salvo que, en la
práctica, el aumento del gasto militar era inevitable con guerra o sin guerra,
habida cuenta del estado deplorable en que se encuentra el ejército –como alertó
un informe del 2019– a causa de la cicatera obsesión alemana por el superávit.
Pero este giro era lo fácil.
Lo difícil es desprenderse de la dependencia energética de Rusia, de la que
Alemania obtiene hasta ahora el grueso de sus importaciones de carbón, petróleo
y, sobre todo, gas (su gran apuesta cuando decidió abandonar la energía
nuclear). El Gobierno alemán es consciente de la gravedad de la situación y ha
empezado a tomar medidas. Así, ha reducido las importaciones de gas ruso –que
de representar el 55% ha pasado al 35%– y ha aprobado un plan de urgencia para
conseguir que en el 2030 el 80% de la electricidad provenga de energías
renovables. Pero rechaza de plano cortar de golpe la espita del gas.
En la crisis ucraniana,
Alemania ha ido arrastrando los pies. Primero, con sus dudas y cautelas
iniciales sobre el alcance de las sanciones a Rusia y de la ayuda militar a
Ucrania –finalmente despejadas–. Ahora, con la resistencia a aprobar un embargo
total sobre las importaciones del gas ruso, la medida que más daño puede hacer a Moscú. Alemania alega
que ello tendría un grave impacto sobre la producción y la economía del país.
Y, por extensión, de toda Europa.
No le falta razón. Pero
también tienen la suya quienes –como el premio Nobel de Economía Paul Krugman–
reprochan a Berlín la autoindulgencia que muestra a la hora de asumir
sacrificios por la “innegable irresponsabilidad” de su política energética en
comparación con la dureza con que los impuso a los países endeudados de Europa
en la crisis del 2008: “Parece que el famoso afán alemán de tratar la política
económica como un dilema moral sólo se aplica a otros países”, ha escrito.
La guerra de Ucrania ha puesto en evidencia la fragilidad de Alemania y amenaza con socavar su liderazgo en Europa. Pero, como en los mejores tiempos de Merkel –siempre dispuesta a postergar las decisiones inevitables ante cada crisis–, en lugar de coger el volante con decisión, avanza recelosa con el pie en el freno.
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