@Lluis_Uria
En el verano del año 2002, Marruecos envió a un puñado de soldados a invadir el islote del Perejil, un peñasco situado frente a sus costas, habitado nada más que por un pastor y sus cabras, cuya soberanía se disputaba con España. La maniobra, militarmente insustancial, pretendía únicamente testar la reacción de su vecino. Y la respuesta del Gobierno español de aquel momento, presidido por José María Aznar, fue inequívoca: envió a las fuerzas especiales del Ejército a desalojar la roca. El episodio disparó la tensión entre Madrid y Rabat, y obligó a Estados Unidos a poner paz entre sus dos aliados. El incidente también provocó muchas bromas y chascarrillos, dada la insignificancia del islote, y el halo épico con que algunos pretendieron rodear la operación –“Al alba, con viento fuerte de levante...”– rozó el ridículo. Pero las cosas quedaron claras.
Vladímir
Putin tuvo su Perejil en Georgia en el 2008. En agosto de ese año Rusia
intervino militarmente en el país vecino, cuyo acercamiento a Occidente
irritaba al Kremlin, con el pretexto de defender a dos provincias de mayoría
rusa –Abjasia y Osetia del Sur–, que reconoció como independientes (después de
que el entonces presidente georgiano, el imprudente Mijaíl Saakashvili, cayera
en la trampa que le tendió Moscú e intentara arrebatar por la fuerza el control
del territorio a las milicias prorrusas)
El ejército
ruso aplastó a las tropas georgianas en cuestión de días y detuvo su ofensiva a
las puertas de la capital, Tiflis, tras pactar un alto el fuego con la
mediación del entonces presidente francés, Nicolas Sarkozy. La guerra de
Georgia consolidó la ocupación rusa de parte del país y dejó en el aire la
amenaza permanente de una nueva intervención. Sin que nadie pestañeara.
El
presidente ruso comprendió el mensaje. Y en el 2014 recibió la confirmación.
Ese año, tras la caída del gobierno prorruso de Viktor Yanukóvich, Moscú lanzó
una primera intervención en otra ex república soviética, Ucrania, cuya
aproximación al bloque occidental quería cortar por lo sano. Dio apoyo militar
a las provincias separatistas de mayoría rusa de Donetsk y Luhansk, en la
región oriental del Donbass, e invadió y se anexionó la península de Crimea, en
el Mar Negro, sede de la histórica base naval rusa de Sebastopol. Hubo airadas
protestas internacionales y los países occidentales aprobaron un paquete de
sanciones, todavía vigentes, que dañaron temporalmente la economía rusa (sin
cambiar esencialmente las cosas). Pero Putin comprobó hasta dónde estaban
dispuestos a llegar sus adversarios. Y hasta dónde no.
El jefe del
Kremlin sabía, pues, perfectamente, que tampoco en el 2022 ni EE.UU. ni Europa moverían un solo tanque, un
solo soldado, para defender a Ucrania –un país ajeno a la OTAN– en caso de
ataque. Lo habían declarado públicamente. Y lo habían demostrado con sus
acciones. Incluso las amenazas sobre represalias devastadoras en el plano
económico y financiero podía el presidente ruso acogerlas con reserva.
Si le cabía
alguna duda, la sugerencia de Joe Biden de que una “incursión menor” de Rusia
en Ucrania comportaría un nivel de sanciones también limitado debió acabar de
convencerle. EE.UU. y sus aliados le castigarían, sin duda. Pero la ambigüedad
del presidente norteamericano y las divisiones explícitas de los países europeos
–con Alemania e Italia encabezando el grupo de los tibios– mostraban que sus
adversarios tampoco querían hacerse mucho daño y que, llegado el caso,
administrarían el castigo con mucho tiento.
Envalentonado,
Putin decidió poner en práctica el mismo guion que en Georgia. Antes de lanzar
el ataque, el presidente ruso reconoció la independencia de las autoproclamadas
repúblicas populares de Donetsk y Luhansk, y anunció el envío de tropas para
“protegerlas” de fantasmagóricas amenazas. Su objetivo, como parece indicar la
ofensiva militar iniciada el jueves, no es sólo tomar el control directo de las
dos provincias rebeldes –que ya estaban tuteladas de hecho por Rusia desde el
2014–, sino derribar al gobierno del presidente Volodímir Zelenski e imponer un
régimen títere.
Las
primeras baterías de sanciones anunciadas por Washington y Bruselas tras la
invasión aprietan considerablemente las tuercas a Moscú y por primera vez
alcanzan al propio presidente ruso. Pero no parecen tan duras como se había
anunciado (la desconexión de los bancos rusos del sistema de pagos
internacional Swift, por ejemplo, no ha sido adoptada a causa de las
reticencias europeas). Y en todo caso, como también apuntaba la investigadora
Julia Friedlander, ex consejera de la Casa Blanca, en The Washington Post, “no
tendrán un impacto disuasivo inmediato”. Rusia, por otra parte, se ha preparado
para ello y, además de reforzar la relación económica y comercial con China, ha
constituido una reserva de divisas extranjeras y de oro por valor de 630.000
millones de dólares. Así que puede aguantar el primer tirón.
Putin probablemente gane su apuesta inmediata en Ucrania y consiga imponer el desmembramiento o neutralización del país. Pero esa victoria, a costa de dolor, sangre y destrucción, no hará más fuerte a Rusia –convertida en un paria mundial– sino a sus enemigos de la OTAN, más cohesionados que nunca. Y a la larga puede significar su ruina.
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